LA
CIENCIA
Su
método y su filosofía
Mario Bunge
1.
Introducción
Mientras
los animales inferiores sólo están en el mundo, el hombre trata de entenderlo;
y sobre la base de su inteligencia imperfecta pero perfectible, del mundo, el
hombre intenta enseñorarse de él para hacerlo más confortable. En este proceso,
construye un mundo artificial: ese creciente cuerpo de ideas llamado “ciencia”,
que puede caracterizarse como conocimiento racional, sistemático, exacto,
verificable y por consiguiente falible. Por medio de la investigación
científica, el hombre ha alcanzado una reconstrucción conceptual del mundo que
es cada vez más amplia, profunda y exacta.
Un mundo le
es dado al hombre; su gloria no es soportar o despreciar este mundo, sino
enriquecerlo construyendo otros universos. Amasa y remoldea la naturaleza
sometiéndola a sus propias necesidades animales y espirituales, así como a sus
sueños: crea así el mundo de los artefactos y el mundo de la cultura. La
ciencia como actividad —como investigación— pertenece a la vida social; en
cuanto se la aplica al mejoramiento de nuestro medio natural y artificial, a la
invención y manufactura de bienes materiales y culturales, la ciencia se
convierte en tecnología. Sin embargo, la ciencia se nos aparece como la más
deslumbrante y asombrosa de las estrellas de la cultura cuando la consideramos
como un bien en sí mismo, esto es como una actividad productora de nuevas ideas
(investigación científica). Tratemos de caracterizar el conocimiento y la
investigación científicos tal como se los conoce en la actualidad.
2.
Ciencia formal y ciencia fáctica
No toda la
investigación científica procura el conocimiento objetivo. Así, la lógica y la
matemática —esto es, los diversos sistemas de lógica formal y los diferentes
capítulos de la matemática pura— son racionales, sistemáticos y verificables,
pero no son objetivos; no nos dan informaciones acerca de la realidad:
simplemente, no se ocupan de los hechos. La lógica y la matemática tratan de
entes ideales; estos entes, tanto los abstractos como los interpretados, sólo
existen en la mente humana. A los lógicos y matemáticos no se les da objetos de
estudio: ellos construyen sus propios objetos. Es verdad que a menudo lo hacen
por abstracción de objetos reales (naturales y sociales); más aún, el trabajo
del lógico o del matemático satisface a menudo las necesidades del naturalista,
del sociólogo o del tecnólogo, y es por esto que la sociedad los tolera y,
ahora, hasta los estimula. Pero la materia prima que emplean los lógicos y los
matemáticos no es fáctica sino ideal.
Por
ejemplo, el concepto de número abstracto nació, sin duda, de la coordinación
(correspondencia biunívoca) de conjuntos de objetos materiales, tales como
dedos, por una parte, y guijarros, por la otra; pero no por esto aquel concepto
se reduce a esta operación manual, ni a los signos que se emplean para
representarlo. Los números no existen fuera de nuestros cerebros, y aún allí
dentro existen al nivel conceptual, y no al nivel fisiológico. Los objetos
materiales son numerables siempre que sean discontinuos; pero no son números;
tampoco son números puros (abstractos) sus cualidades o relaciones. En el mundo
real encontramos 3 libros, en el mundo de la ficción construimos 3 platos
voladores. ¿Pero quién vio jamás un 3, un simple 3?
La lógica y
la matemática, por ocuparse de inventar entes formales y de establecer
relaciones entre ellos, se llaman a menudo ciencias formales, precisamente porque sus objetos no son
cosas ni procesos, sino, para emplear el lenguaje pictórico, formas en las que
se puede verter un surtido ilimitado de contenidos, tanto fácticos como
empíricos. Esto es, podemos establecer correspondencias entre esas formas (u objetos formales),
por una parte, y cosas y procesos pertenecientes a cualquier nivel de la
realidad por la otra. Así es como la física, la química, la fisiología, la
psicología, la economía, y las demás ciencias recurren a la matemática,
empleándola como herramienta para realizar la más precisa reconstrucción de las
complejas relaciones que se encuentran entre los hechos y entre los diversos
aspectos de los hechos; dichas ciencias no identifican las formas ideales con
los objetos concretos, sino que interpretan las primeras en términos de hechos
y de experiencias (o, lo que es equivalente, formalizan enunciados fácticos).
Lo mismo
vale para la lógica formal: algunas de sus partes —en particular, pero no
exclusivamente, la lógica proposicional bivalente— pueden hacerse corresponder
a aquellas entidades psíquicas que llamamos pensamientos. Semejante aplicación
de las ciencias de la forma pura a la inteligencia del mundo de los hechos, se
efectúa asignando diferentes interpretaciones a los objetos formales. Estas
interpretaciones son, dentro de ciertos límites, arbitrarias; vale decir, se
justifican por el éxito, la conveniencia o la ignorancia. En otras palabras el
significado fáctico o empírico que se les asigna a los objetos formales no es
una propiedad intrínseca de los mismos. De esta manera, las ciencias formales
jamás entran en conflicto con la realidad. Esto explica la paradoja de que,
siendo formales, se “aplican” a la realidad: en rigor no se aplican, sino que
se emplean en la vida cotidiana y en las ciencias fácticas a condición de que
se les superpongan reglas de correspondencia adecuada. En suma, la lógica y la
matemática establecen contacto con la realidad a través del puente del lenguaje,
tanto el ordinario como el científico.
Tenemos así
una primera gran división de las ciencias, en formales (o ideales) y fácticas
(o materiales). Esta ramificación preliminar tiene en cuenta el objeto o
tema de las respectivas disciplinas; también da cuenta de la diferencia de
especie entre los enunciados que se proponen establecer las ciencias formales y
las fácticas: mientras los enunciados formales consisten en relaciones entre
signos, los enunciados de las ciencias fácticas se refieren, en su mayoría, a
entes extracientíficos: a sucesos y procesos. Nuestra división también tiene en
cuenta el método por el cual se
ponen a prueba los enunciados verificables: mientras las ciencias formales se
contentan con la lógica para demostrar rigurosamente sus teoremas (los que, sin
embargo, pudieron haber sido adivinados por inducción común o de otras
maneras), las ciencias fácticas necesitan más que la lógica formal: para
confirmar sus conjeturas necesitan de la observación y/o experimento. En otras
palabras, las ciencias fácticas tienen que mirar las cosas, y, siempre que les
sea posible, deben procurar cambiarlas deliberadamente para intentar descubrir
en qué medida sus hipótesis se adecuan a los hechos.
Cuando se
demuestra un teorema lógico o matemático no se recurre a la experiencia: el
conjunto de postulados, definiciones, reglas de formación de las expresiones
dotadas de significado, y reglas de inferencia deductiva —en suma, la base de
la teoría dada—, es necesaria y suficiente para ese propósito. La demostración
de los teoremas no es sino una deducción: es una operación confinada a la
esfera teórica, aun cuando a veces los teoremas mismos (no sus demostraciones)
sean sugeridos en alguna esfera extramatemática y aun cuando su prueba (pero no
su primer descubrimiento) pueda realizarse con ayuda de calculadoras
electrónicas. Por ejemplo, cualquier demostración rigurosa del teorema de
Pitágoras prescinde de las mediciones, y emplea figuras sólo como ayuda
psicológica al proceso deductivo: que el teorema de Pitágoras haya sido el
resultado de un largo proceso de inducción conectado a operaciones prácticas de
mediciones de tierras, es objeto de la historia, la sociología y la psicología
del conocimiento.
La
matemática y la lógica son, en suma, ciencias deductivas. El proceso
constructivo, en que la experiencia desempeña un gran papel de sugerencias, se
limita a la formación de los puntos de partida (axiomas). En matemática la
verdad consiste, por esto, en la coherencia del enunciado dado con un sistema
de ideas admitido previamente: por esto, la verdad matemática no es absoluta
sino relativa a ese sistema, en el sentido de que una proposición que es válida
en una teoría puede dejar de ser lógicamente verdadera en otra teoría. (Por
ejemplo, en el sistema de aritmética que empleamos para contar las horas del
día, vale la proposición de 24 + 1 = 1.) Más aún las teorías matemáticas
abstractas, esto es, que contienen términos no interpretados (signos a los que
no se atribuye un significado fijo, y que por lo tanto pueden adquirir
distintos significados) pueden desarrollarse sin poner atención al problema de
la verdad.
Considérese
el siguiente axioma de cierta teoría abstracta (no interpretada): "Existe
por lo menos un x tal que es
P". Se puede dar un número ilimitado de interpretaciones (modelos) de este
axioma, dándose a x y F otros
tantos significados. Si decimos que S designa punto, obtenemos un modelo
geométrico dado: si adoptamos la convención de que L designa número, obtenemos
un cierto modelo aritmético, y así sucesivamente. En cuanto
"llenamos" la forma vacía con un contenido específico (pero todavía
matemático), obtenemos un sistema de entes lógicos que tienen el privilegio de
ser verdaderos o falsos dentro del sistema dado de proposiciones: a partir de ahí
tenemos que habérnoslas con el problema de la verdad matemática. Aún así tan
sólo las conclusiones (teoremas) tendrán que ser verdaderas: los axiomas mismos
pueden elegirse a voluntad. La batalla se habrá ganado si se respeta la
coherencia lógica esto es, si no se violan las leyes del sistema de lógica que
se ha convenido en usar.
En las ciencias fácticas, la situación es enteramente diferente. En
primer lugar, ellas no emplean símbolos vacíos (variables lógicas) sino tan
sólo símbolos interpretados; por ejemplo no involucran expresiones tales
como 'x es F', que no son verdaderas ni falsas. En
segundo lugar, la racionalidad —esto es, la coherencia con un sistema de ideas
aceptado previamente— es necesaria pero no suficiente para los enunciados
fácticos; en particular la sumisión a algún sistema de lógica es necesaria pero
no es una garantía de que se obtenga la verdad. Además de la racionalidad,
exigimos de los enunciados de las ciencias fácticas que sean verificables en
la experiencia, sea indirectamente (en el caso de las hipótesis generales),
sea directamente (en el caso de las consecuencias singulares de las hipótesis).
Unicamente después que haya pasado las pruebas de la verificación empírica
podrá considerarse que un enunciado es adecuado a su objeto, o sea que es
verdadero, y aún así hasta nueva orden. Por eso es que el conocimiento fáctico
verificable se llama a menudo ciencia empírica.
En
resumidas cuentas, la coherencia es necesaria pero no suficiente en el campo de
las ciencias de hechos: para anunciar que un enunciado es (probablemente)
verdadero se requieren datos empíricos (proposiciones acerca de observaciones o
experimentos). En última instancia, sólo la experiencia puede decirnos si una
hipótesis relativa a cierto grupo de hechos materiales es adecuada o no. El
mejor fundamento de esta regla metodológica que acabamos de enunciar es que la
experiencia le ha enseñado a la humanidad que el conocimiento de hecho no es
convencional, que si se busca la comprensión y el control de los hechos debe
partirse de la experiencia. Pero la experiencia no garantizará que la hipótesis
en cuestión sea la única verdadera: sólo nos dirá que es probablemente adecuada, sin excluir por ello la
posibilidad de que un estudio ulterior pueda dar mejores aproximaciones en la
reconstrucción conceptual del trozo de realidad escogido. El conocimiento
fáctico, aunque racional, es esencialmente probable: dicho de otro modo: la
inferencia científica es una red de inferencias deductivas (demostrativas) y
probables (inconcluyentes).
Las
ciencias formales demuestran o prueban: las ciencias fácticas verifican
(confirman o disconfirman) hipótesis que en su mayoría son provisionales. La
demostración es completa y final; la verificación es incompleta y por eso
temporaria. La naturaleza misma del método científico impide la confirmación
final de las hipótesis fácticas. En efecto los científicos no sólo procuran
acumular elementos de prueba de sus suposiciones mutipli-cando el número de
casos en que ellas se cumplen; también tratan de obtener casos desfavorables a
sus hipótesis, fundándose en el principio lógico de que una sola conclusión que
no concuerde con los hechos tiene más peso que mil confirmaciones. Por ello,
mientras las teorías formales pueden ser llevadas a un estado de perfección (o
estancamiento), los sistemas relativos a los hechos son esencialmente
defectuosos: cumplen, pues, la condición necesaria para ser perfectibles. En
consecuencia si el estudio de las ciencias formales vigorizar el hábito del
rigor, el estudio de las ciencias fáctiles
puede inducirnos a considerar el mundo como inagotable, y al hombre como
una empresa inconclusa e interminable.
Las diferencias de método, tipo de enunciados, y referentes que
separan las ciencias fácticas de las formales, impiden que se las examine
conjuntamente más allá de cierto punto. Por ser una ficción seria, rigurosa y a
menudo útil, pero ficción al cabo, la ciencia formal requiere un tratamiento
especial. En lo que sigue nos concentraremos en la ciencia fáctica. Daremos un
vistazo a las características peculiares de las ciencias de la naturaleza y de
la cultura en su estado actual, con la esperanza de que la ciencia futura
enriquezca sus cualidades o, al menos, de que las civilizaciones por venir
hagan mejor uso del conocimiento científico.
Los rasgos esenciales del tipo de conocimiento que alcanzan las
ciencias de la naturaleza y de la sociedad son la racionalidad y la objetividad. Por conocimiento racional se entiende:
a- que está constituido por conceptos, juicios y raciocinios y no
por sensaciones, imágenes, pautas de conducta, etc. Sin duda, el científico
percibe, forma imágenes (por ejemplo, modelos visualizables) y hace
operaciones; por tanto el punto de partida como el punto final de su trabajo
son ideas;
b- que esas ideas pueden combinarse de acuerdo con algún conjunto de
reglas lógicas con el fin de producir nuevas ideas (inferencia deductiva).
Estas no son enteramente nuevas desde un punto de vista estrictamente lógico,
puesto que están implicadas por las premisas de la deducción; pero no
gnoseológicamente nuevas en la medida en que expresan conocimientos de los que
no se tenía conciencia antes de efectuarse la deducción;
c- que esas ideas no se amontonan caóticamente o, simplemente, en
forma cronológica, sino que se organizan en sistemas de ideas esto es en
conjuntos ordenados de proposiciones (teorías).
Que el conocimiento científico de la realidad es objetivo,
significa:
a- que concuerda aproximadamente con su objeto; vale decir que busca
alcanzar la verdad fáctica;
b- que verifica la adaptación de las ideas a los hechos recurriendo
a un comercio peculiar con los hechos (observación y experimento), intercambio
que es controlable y hasta cierto punto reproducible.
Ambos rasgos de la ciencia fáctica, la racionalidad y la
objetividad, están íntimamente soldados. Así, por ejemplo, lo que usualmente se
verifica por medio del experimento es alguna consecuencia —extraída por vía
deductiva— de alguna hipótesis; otro ejemplo: el cálculo no sólo sigue a la
observación sino que siempre es indispensable para planearla y registrarla. La
racionalidad y objetividad del conocimiento científico pueden analizarse en un
cúmulo de características a las que pasaremos revista en lo que sigue.
3. Inventario de las principales
características de la ciencia fáctica
1- El conocimiento científico es fáctico: parte de los hechos, los respuesta hasta
cierto punto, y siempre vuelve a ellos. La ciencia intenta describir los hechos
tales como son, independientemente de su valor emocional o comercial: la
ciencia no poetiza los hechos ni los vende, si bien sus hazañas son una fuente
de poesía y de negocios. En todos los campos, la ciencia comienza estableciendo
los hechos; esto requiere curiosidad impersonal, desconfianza por la opinión
prevaleciente, y sensibilidad a la novedad.
Los enunciados fácticos confirmados se llaman usualmente “datos
empíricos”; se obtienen con ayuda de teorías (por esquemáticas que sean) y son
a su vez la materia prima de la elaboración teórica. Una subclase de datos
empíricos es de tipo cuantitativo; los datos numéricos y métricos se disponen a
menudo en tablas, las más importantes de las cuales son las tablas de
constantes (tales como las de los puntos de fusión de las diferentes
sustancias). Pero la recolección de datos y su ulterior disposición en tablas
no es la finalidad principal de la investigación: la información de esta clase
debe incorporarse a teorías si ha de convertirse en una herramienta para la
inteligencia y la aplicación. ¿De qué sirve conocer el peso específico del
hierro si carecemos de fórmulas mediante las cuales podemos relacionarlos con
otras cantidades?
No siempre
es posible, ni siquiera deseable, respetar enteramente los hechos cuando se los
analiza, y no hay ciencia sin análisis, aun cuando el análisis no sea sino un
medio para la reconstrucción final de los todos. El físico atómico perturba el
átomo al que desea espiar; el biólogo modifica e incluso puede matar al ser
vivo que analiza; el antropólogo empeñado en el estudio de campo de una
comunidad provoca en ella ciertas modificaciones. Ninguno de ellos aprehende su
objeto tal como es, sino tal como queda modificado por sus propias operaciones;
sin embargo, en todos los casos tales cambios son objetivos, y se presume que
pueden entenderse en términos de leyes: no son conjurados arbitrariamente por
el experimentador. Más aún, en todos los casos el investigador intenta
describir las características y el monto de la perturbación que produce en el
acto del experimento; procura, en suma estimar la desviación o “error”
producido por su intervención activa. Porque los científicos actúan haciendo
tácitamente la suposición de que el mundo existiría aun en su ausencia, aunque
desde luego, no exactamente de la misma manera.
2- El
conocimiento científico trasciende los hechos:
descarta los hechos, produce nuevos hechos, y los explica. El
sentido común parte de los hechos y se atiene a ellos: a menudo se imita al
hecho aislado, sin ir muy lejos en el trabajo de correlacionarlo con otros o de
explicarlo. En cambio, la investigación científica no se limita a los hechos
observados: los científicos exprimen la realidad a fin de ir más allá de las
apariencias; rechazan el grueso de los hechos percibidos, por ser un montón de
accidentes, seleccionan los que consideran que son relevantes, controlan hechos
y, en lo posible, los reproducen. Incluso producen cosas nuevas desde
instrumentos hasta partículas elementales; obtienen nuevos compuestos químicos,
nuevas variedades vegetales y animales, y al menos en principio, crean nuevas
pautas de conducta individual y social.
Más aún,
los científicos usualmente no aceptan nuevos hechos a menos que puedan
certificar de alguna manera su autenticidad; y esto se hace, no tanto
contrastándolos con otros hechos, cuanto mostrando que son compatibles con lo
que se sabe. Los científicos descartan las imposturas y los trucos mágicos
porque no encuadran en hipótesis muy generales y fidedignas, que han sido
puestas a prueba en incontables ocasiones. Vale decir, los científicos no consideran su propia experiencia
individual como un tribunal inapelable; se fundan, en cambio, en la experiencia
colectiva y en la teoría.
Hay más: el
conocimiento científico racionaliza la experiencia en lugar de limitarse a
describirla; la ciencia da cuenta de los hechos no inventariándolos sino
explicándolos por medio de hipótesis (en particular, enunciados de leyes) y
sistemas de hipótesis (teorías). Los científicos conjeturan lo que hay tras los
hechos observados, y de continuo inventan conceptos (tales como los del átomo,
campo, masa, energía, adaptación, integración, selección, clase social, o
tendencia histórica) que carecen de correlato empírico, esto es, que no
corresponden a preceptos, aun cuando presumiblemente se refieren a cosas,
cualidades o relaciones existentes objetivamente. No percibimos los campos
eléctricos o las clases sociales: inferimos su existencia a partir de hechos
experimentables y tales conceptos son significativos tan sólo en ciertos
contextos teóricos.
Este
trascender la experiencia inmediata, ese salto del nivel observa-cional al
teórico, le permite a la ciencia mirar con desconfianza los enunciados
sugeridos por meras coincidencias; le permite predecir la existencia real de
las cosas y procesos ocultos a primera vista pero que instrumentos (materiales
o conceptuales) más potentes pueden descubrir. Las discrepancias entre las
previsiones teóricas y los hallazgos empíricos figuran entre los estímulos más
fuertes para edificar teorías nuevas y diseñar nuevos experimentos. No son los
hechos por sí mismos sino su elaboración teórica y la comparación de las
consecuencias de las teorías con los datos observacio-nales, la principal
fuente del descubrimiento de nuevos hechos.
3- La
ciencia es analítica: la
investigación científica aborda problemas circunscriptos, uno a uno, y trata de
descomponerlo todo en elementos (no necesariamente últimos o siquiera reales).
La investigación científica no se planta cuestiones tales como “¿Cómo es el
universo en su conjunto?”, o “¿Cómo es posible el conocimiento?” Trata, en
cambio, de entender toda situación total en términos de sus componentes;
intenta descubrir los elementos que explican su integración.
Los
problemas de la ciencia son parciales y así son también, por consiguiente, sus
soluciones; pero, más aún: al comienzo los problemas son estrechos o es preciso
estrecharlos. Pero, a medida que la investigación avanza, su alcance se amplía.
Los resultados de la ciencia son generales, tanto en el sentido de que se
refieren a clases de objetos (por ejemplo, la lluvia), como en que están, o
tienden a ser incorporados en síntesis conceptuales llamadas teorías. El análisis,
tanto de los problemas como de las cosas, no es tanto un objetivo como una
herramienta para construir síntesis teóricas. La ciencia auténtica no es
atomista ni totalista.
La
investigación comienza descomponiendo sus objetos a fin de descubrir el
“mecanismo” interno responsable de los fenómenos observados. Pero el desmontaje
del mecanismo no se detiene cuando se ha investigado la naturaleza de sus
partes; el próximo paso es el examen de la interdependencia de las partes, y la
etapa final es la tentativa de reconstruir el todo en términos de sus partes
inter-conectadas. El análisis no acarrea el descuido de la totalidad; lejos de
disolver la integración, el análisis es la única manera conocida de descubrir
cómo emergen, subsisten y se desin-tegran los todos. La ciencia no ignora la
síntesis: lo que sí rechaza es la pretensión irracionalista de que las síntesis
pueden ser aprehendidas por una intuición especial, sin previo análisis.
4- La
investigación científica es especializada:
una consecuencia del enfoque analítico de los problemas es la
especialización. No obstante la unidad del método científico, su aplicación
depende, en gran medida, del asunto; esto explica la multiplicidad de técnicas
y la relativa independencia de los diversos sectores de la ciencia.
Sin
embargo, es menester no exagerar la diversidad de las ciencias al punto de
borrar su unidad metodológica. El viejo dualismo materia-espíritu había
sugerido la división de las ciencias en Naturwissens-chaften, o ciencias de la naturaleza, y Geisteswissenschaften,
o ciencias del espíritu. Pero estos
géneros difieren en cuanto al asunto, a las técnicas y al grado de desarrollo,
no así en lo que respecta al objetivo, método y alcance. El dualismo
razón-experiencia había sugerido, a su vez, la división de las ciencias
fácticas en racionales y empíricas. Menos sostenible aún es la dicotomía
ciencias deductivas-ciencias inductivas, ya que toda empresa científica —sin
excluir el dominio de las ciencias formales— es tan inductiva como deductiva, sin
hablar de otros tipos de inferencia.
La
especialización no ha impedido la formación de campos interdisci-plinarios
tales como la biofísica, la bioquímica, la psicofisiología, la psicología
social, la teoría de la información, la cibernética, o la investigación
operacional. Con todo, la investigación tiende a estrechar la visión del
científico individual; un único remedio ha resultado eficaz contra la
unilateralidad profesional, y es una dosis de filosofía.
5- El
conocimiento científico es claro y preciso:
sus problemas son distintos, sus resultados son claros. El conocimiento
ordinario, en cambio, usualmente es vago e inexacto; en la vida diaria nos
preocupamos poco por definiciones precisas, descripciones exactas, o mediciones
afinadas: si éstas nos preocuparan demasiado, no lograríamos marchar al paso de
la vida. La ciencia torna impreciso lo que el sentido común conoce de manera
nebulosa; pero, desde luego la ciencia es mucho más que sentido común
organizado: aunque proviene del sentido común, la ciencia constituye una
rebelión contra su vaguedad y superficialidad. El conocimiento científico
procura la precisión; nunca está enteramente libre de vaguedades, pero se las
ingenia para mejorar la exactitud; nunca está del todo libre de error, pero
posee una técnica única para encontrar errores y para sacar provecho de ellos.
La claridad
y la precisión se obtienen en ciencia de las siguientes maneras:
a- los
problemas se formulan de manera clara; lo primero, y a menudo lo más difícil,
es distinguir cuáles son los problemas; ni hay artillería analítica o
experimental que pueda ser eficaz si no se ubica adecuadamente al enemigo;
b- la
ciencia parte de nociones que parecen claras al no iniciado; y las complica,
purifica y eventualmente las rechaza; la transformación progresiva de las
nociones corrientes se efectúa incluyéndolas en esquemas teóricos. Así, por
ejemplo, “distancia” adquiere un sentido preciso al ser incluida en la
geometría métrica y en la física;
c- la
ciencia define la mayoría de sus conceptos: algunos de ellos se definen en
términos de conceptos no definidos o primitivos, otros de manera implícita,
esto es, por la función que desempeñan en un sistema teórico (definición
contextual). Las definiciones son convencionales, pero no se las elige
caprichosamente: deben ser convenientes y fértiles. (¿De qué vale, por ejemplo,
poner un nombre especial a las muchachas pecosas que estudian ingeniería y
pesan más de 50 kg?) Una vez que se ha elegido una definición, el discurso
restante debe guardarte fidelidad si se quiere evitar inconsecuencias;
d- la
ciencia crea lenguajes artificiales inventando símbolos (palabras, signos matemáticos,
símbolos químicos, etc.; a estos signos se les atribuye significados
determinados por medio de reglas de designación (tal como “en el presente
contexto H designa el elemento de peso atómico unitario”)). los símbolos
básicos serán tan simples como sea posible, pero podrán combinarse conforme a
reglas determinadas para formar configuraciones tan complejas como sea
necesario (las leyes de combinación de los signos que intervienen en la
producción de expresiones complejas se llaman reglas de formación);
e- la
ciencia procura siempre medir y registrar los fenómenos. Los números y las
formas geométricas son de gran importancia en el registro, la descripción y la
inteligencia de los sucesos y procesos. En lo posible, tales datos debieran
disponerse en tablas o resumirse en fórmulas matemáticas. Sin embargo, la
formulación matemática, deseable como es, no es una condición indispensable
para que el conocimiento sea científico; lo que caracteriza el conocimiento
científico es la exactitud en un sentido general antes que la exactitud
numérica o métrica, la que es inútil si media la vaguedad conceptual. Más aún,
la investigación científica emplea, en medida creciente, capítulos no numéricos
y no métricos de la matemática, tales como la topología, la teoría de los
grupos, o el álgebra de las clases, que no son ciencias del número y la figura,
sino de la relación.
6- El
conocimiento científico es comunicable: no
es inefable sino expre-sable, no es privado sino público. El lenguaje
científico comunica información a quienquiera haya sido adiestrado para
entenderlo. Hay, ciertamente, sentimientos oscuros y nociones difusas, incluso
en el desarrollo de la ciencia (aunque no en la presentación final del trabajo
científico); pero es preciso aclararlos antes de poder estimar su adecuación.
Lo que es inefable puede ser propio de la poesía o de la música, no de la
ciencia, cuyo lenguaje es informativo y no expresivo o imperativo La
inefabilidad misma es, en cambio, tema de investigación científica, sea
psicológica o lingüística.
La
comunicabilidad es posible gracias a la precisión; y es a su vez una condición
necesaria para la verificación de los datos empíricos y de las hipótesis
científicas. Aun cuando, por “razones” comerciales o políticas, se mantengan en
secreto durante algún tiempo unos trozos del saber, deben ser comunicables en
principio para que puedan ser considerados científicos. La comunicación de los
resultados y de las técnicas de la ciencia no sólo perfecciona la educación
general sino que multiplica las posibilidades de su confirmación o refutación.
La verificación independiente ofrece las máximas garantías técnicas y morales,
y ahora es posible en muchos campos, en escala internacional. Por esto, los
científicos consideran el secreto en materia científica como enemigo del
progreso de la ciencia; la política del secreto científico es, en efecto, el
más eficaz originador de estancamiento en la cultura, en la tecnología y en la
economía, así como una fuente de corrupción moral.
7- El
conocimiento científico es verificable: debe
aprobar el examen de la experiencia. A fin de explicar un conjunto de
fenómenos, el científico inventa conjeturas fundadas de alguna manera en el
saber adquirido. Sus suposiciones pueden ser cautas o audaces simples o
complejas; en todo caso deben ser puestas a prueba. El test de las hipótesis
fácticas es empírico, esto es, observacional o experimental. El haberse dado
cuenta de esta verdad hoy tan trillada es la contribución inmortal de la
ciencia helenística. En ese sentido, las ideas científicas (incluidos los
enunciados de leyes) no son superiores a las herramientas o a los vestidos: si
fracasan en la práctica, fracasan por entero.
La
experimentación puede calar más profundamente que la observación, porque
efectúa cambios en lugar de limitarse a registrar variaciones: aísla y controla
las variables sensibles o pertinentes. Sin embargo los resultados
experimentales son pocas veces interpretables de una sola manera. Más aún, no todas las ciencias pueden
experimentar; y en ciertos capítulos de la astronomía y de la economía se
alcanza una gran exactitud sin ayuda del experimento. La ciencia fáctica es por
esto empírica en el sentido de que la
comprobación de sus hipótesis involucra la experiencia; pero no es
necesariamente experimental y en
particular no es agotada por las ciencias de laboratorio, tales como la física.
La
prescripción de que las hipótesis científicas deben ser capaces de aprobar el
examen de la experiencia es una de las reglas del método científico; la
aplicación de esta regla depende del tipo de objeto del tipo de la hipótesis en
cuestión y de los medios disponibles. Por esto se necesita una multitud de
técnicas de verificación empírica. La verificación de la fórmula de un
compuesto químico se hace de manera muy diferente que la verificación de un
cálculo astronómico o de una hipótesis concerniente al pasado de las rocas o de
los hombres. Las técnicas de verificación evolucionan en el curso del tiempo;
sin embargo, siempre consisten en poner a prueba consecuencias particulares de
hipótesis generales (entre ellas, enunciados de leyes). Siempre se reducen a
mostrar que hay, o que no hay, algún fundamento para creer que las suposiciones
en cuestión corresponden a los hechos observados o a los valores medidos.
La
verificabilidad hace a la esencia del conocimiento científico; si así no fuera,
no podría decirse que los científicos procuran alcanzar conocimiento objetivo.
8- La
investigación científica es metódica: no es errática sino paneada. los
investigadores no tantean en la oscuridad: saben lo que buscan y cómo
encontrarlo. El planeamiento de la investigación no excluye el azar; sólo que,
a hacer un lugar a los acontecimientos imprevistos es posible aprovechar la
interferencia del azar y la novedad inesperada. Más aún a veces el investigador
produce el azar deliberadamente. Por ejemplo, para asegurar la uniformidad de
una muestra, y para impedir una preferencia inconsciente en la elección de sus
miembros, a menudo se emplea la técnica de la casualización, en que la decisión
acerca de los individuos que han de formar parte de ciertos grupos se deja
librada aa una moneda o a algún otro dispositivo. De esta manera, el
investigador pone el azar al servicio de orden: en lo cual no hay paradoja,
porque el acaso opera al nivel de los individuos, al par que el orden opera en
el grupo con totalidad.
Todo
trabajo de investigación se funda sobre el conocimiento anterior, y en
particular sobre las conjeturas mejor confirmadas. (Uno de los muchos problemas
de la metodología es, precisamente averiguar cuáles son los criterios para
decidir si una hipótesis dada puede considerarse razonablemente confirmada, eso
es, si el peso que le acuerdan los fundamentos inductivos y de otro orden basta
para conservarla). Más aun, la investigación procede conforme a reglas y
técnicas que han resultado eficaces en el pasado pero que son perfeccionadas
continuamente, no sólo a la luz de nuevas experiencias, sino también de
resultados del examen matemático y filosófico. Una de las reglas de
procedimiento de la ciencia fáctica es la siguiente: las variables relevantes
(o que se sospecha que son sensibles) debieran variarse una cada vez.
La ciencia
fáctica emplea el método experimental concebido en un sentido amplio. Este
método consiste en el test empírico de conclusiones particulares extraídas de
hipótesis generales (tales como “los gases se dilatan cuando se los calienta” o
“los hombres se rebelan cuando se los oprime”). Este tipo de verificación
requiere la manipulación de la observación y el registro de fenómenos; requiere
también el control de las variables o factores relevantes; siempre que fuera
posible debiera incluir la producción artificial deliberada de los fenómenos en
cuestión, y en todos los casos exige el análisis y crudos son inútiles y no son
dignos de confianza; es preciso elaborarlos, organizarlos y confrontarlos con
las conclusiones teóricas.
El método
científico no provee recetas infalibles para encontrar la verdad: sólo contiene
un conjunto de prescripciones falibles (perfectibles) para el planeamiento de
observaciones y experimentos, para la interpretación de sus resultados, y para
el planteo mismo de los problemas. Es, en suma, la manera en que la ciencia
inquiere en lo desconocido. Subordinadas a las reglas generales del método
científico, y al mismo tiempo en apoyo de ellas, encontramos las diversas
técnicas que se emplean en las ciencias especiales: las técnicas para pesar,
para observar por el microscopio, para analizar compuestos químicos,para
dibujar gráficos que resumen datos empíricos, para reunir informaciones acerca
de costumbres, etc. La ciencia es pues, esclava de sus propios métodos y
técnicas mientras éstos tienen éxito: pero es libre de multiplicar y de
modificar en todo momento sus reglas, en aras de mayor racionalidad y objetividad.
9- El conocimiento científico es sistemático: una ciencia no es un agregado de informaciones
inconexas, sino un sistema de ideas conectadas lógicamente entre sí. Todo
sistema de ideas caracterizado por cierto conjunto básico (pero refutable) de hipótesis
peculiares, y que procura adecuarse a una clase de hechos, es una teoría. Todo
capítulo de una ciencia especial contiene teorías o sistemas de ideas que están
relacionadas lógicamente entre sí, esto es, que están ordenadas mediante la
relación “implica”. Esta conexión entre las ideas puede calificarse de
orgánica, en el sentido de que la sustitución de cualquiera de las hipótesis
básicas produce un cambio radical en la teoría o grupo de teorías.
El fundamento de una teoría dada no es un conjunto de hechos sino,
más bien, un conjunto de principios, o hipótesis de cierto grado de generalidad
(y, por consiguiente, de cierta fertilidad lógica). Las conclusiones (o
teoremas) pueden extraerse de los principios, sea en la forma natural, o con la
ayuda de técnicas especiales que involucran operaciones matemáticas.
El carácter
matemático del conocimiento científico —esto es, el hecho de que es fundado,
ordenado y coherente— es lo que lo hace racional. La racionalidad permite que
el progreso científico se efectúe no sólo por la acumulación gradual de
resultados, sino también por revoluciones. Las revoluciones científicas no son
descubrimientos de nuevos hechos aislados, ni son perfeccionamientos en la
exactitud de las observaciones sino que consisten en la sustitución de
hipótesis de gran alcance (principios) por nuevos axiomas, y en el reemplazo de
teorías enteras por otros sistemas teóricos. Sin embargo, semejantes
revoluciones son a menudo provocadas por el descubrimiento de nuevos hechos de
los que no dan cuenta las teorías anteriores, aunque a veces se encuentran en
el proceso de comprobación de dichas teorías; y las nuevas teorías se torna
verificaves en muchos casos, merced a la invención de nuevas técnicas de
medición, de mayor precisión.
10- El
conocimiento científico es general: ubica los hechos singulares en pautas
generales, los enunciados particulares en esquemas amplios. El científico se
ocupa del hecho singular en la medida en que éste es miembro de una clase o
caso de una ley; más aún, presupone que todo hecho es clasificable y legal. No
es que la ciencia ignore la cosa individual o el hecho irrepetible; lo que
ignora es el hecho aislado. Por esto la ciencia no se sirve de los datos
empíricos —que siempre son singulares— como tales; éstos son mudos mientras no
se los manipula y convierte en piezas de estructuras teóricas.
En efecto,
uno de los principios ontológicos que subyacen a la investigación científica es
que la variedad y aun la unicidad en algunos respectos son compatibles con la
uniformidad y la generalidad en otros respectos. Al químico no le interesa ésta
o aquella hoguera, sino el proceso de combustión en general: trata de descubrir
lo que comparten todos los singulares. El científico intenta exponer los universales
que se esconden en el seno de los propios singulares; es decir, no considera
los universales ante rem ni
post rem sino in re: en la cosa, y no antes o después de ella.
Los escolásticos medievales clasificarían al científico moderno como realista inmanen-tista,
porque, al descartar los detalles al procurar descubrir los rasgos comunes a
individuos que son únicos en otros respectos al buscar las variables
pertinentes (o cualidades esenciales) y las relaciones constantes entre ellas
(las leyes), el científico intenta exponer la naturaleza esencial de las cosas
naturales y humanas.
El lenguaje
científico no contiene solamente términos que designan hechos singulares y
experiencias individuales, sino también términos generales que se refieren a
clases de hechos. La generalidad del lenguaje de la ciencia no tiene, sin
embargo, el propósito de alejar a la ciencia de la realidad concreta: por el
contrario, la generalización es el único medio que se conoce para adentrarse en
lo concreto, para apresar la esencia de las cosas (sus cualidades y leyes
esenciales). Con esto, el científico evita en cierta medida las confusiones y
los engaños provocados por el flujo deslumbrador de los fenómenos. Tampoco se
asfixia la utilidad en la generalidad: por el contrario, los esquemas generales
de la ciencia encuadran una cantidad ilimitada de casos específicos, proveen
leyes de amplio alcance que incluyen y corrigen todas las recetas válidas de
sentido común y de la técnica precientífica.
11- El
conocimiento científico es legal: busca leyes (de la naturaleza y de la cultura)
y las aplica. El conocimiento científico inserta los hechos singulares en
pautas generales llamadas “leyes naturales” o “leyes sociales”. Tras el
desorden y la fluidez de las apariencias, la ciencia fáctica descubre las
pautas regulares de la estructura y del proceso del ser y del devenir. En la
medida en que la ciencia es legal, es esencialista: intenta legar a la raíz de
las cosas. Encuentra la esencia en las variables relevantes y en las relaciones
invariantes entre ellas.
Hay leyes
de hechos y leyes mediante las cuales se pueden explicar otras leyes. El
principio de Arquímedes pertenece a la primera clase; pero a su vez puede
deducirse de los principios generales de la mecánica; por consiguiente, ha dejado
de ser un principio independiente, y ahora es un teorema deducible de hipótesis
de nivel más elevado. Las leyes de la física proveen la base de las leyes de
las combinaciones químicas; las leyes de la fisiología explican ciertos
fenómenos psíquicos; y las leyes de la economía pertenecen a los fundamentos de
la sociología. Es decir, los enunciados de las leyes se organizan en una
estructura de niveles.
Ciertamente,
los enunciados de las leyes son transitorios; pero ¿son inmutables las leyes
mismas? Si se considera a las leyes como las pautas mismas del ser y del
devenir, entonces debieran cambiar junto con las cosas mismas; por lo menos,
debe admitirse que, al emerger nuevos niveles, sus cualidades peculiares se
relacionan entre sí mediante nuevas leyes. Por ejemplo, las leyes de la
economía han emergido en el curso de la historia sobre la base de otras leyes
(biológicas y psicológicas) y, más aún, algunas de ellas cambian con el tipo de
organización social.
Por
supuesto, no todos los hechos singulares conocidos han sido ya convertidos en
casos particulares de leyes generales; en particular los sucesos y procesos de
los niveles superiores han sido legalizados sólo en pequeña medida. Pero esto
se debe en parte al antiguo prejuicio de que lo humano no es legal, así como a
la antigua creencia pitagórica de que solamente las relaciones numéricas
merecen llamarse “leyes científicas”. Debiera emplearse el stock íntegro de las
herramientas conceptuales en la búsqueda de las leyes de la mente y de la cultura; más aún, acaso
el stock de que se dispone es insuficiente y sea preciso inventar herramientas
radicalmente nuevas para tratar los fenómenos mentales y culturales, tal como
el nacimiento de la mecánica moderna hubiera sido imposible sin la invención
expresa del cálculo infinitesimal.
Pero el
ulterior avance en el progreso de la legalización de los fenómenos no físicos
requiere por sobre todo, una nueva actitud frente al concepto mismo de ley
científica. En primer lugar, es preciso comprender que hay muchos tipos de
leyes (aun dentro de una misma ciencia), ninguno de los cuales es
necesariamente mejor que los tipos restantes. En segundo lugar, debiera
tornarse un lugar común entre los científicos de la cultura el que las leyes no
se encuentran por mera observación y el simple registro sino poniendo a prueba
hipótesis: los enunciados de leyes no son, en efecto, sino hipótesis
confirmadas. Y cómo habríamos de emprender la confección de hipótesis
científicas si no presumiéramos que todo hecho singular es legal?
12- La
ciencia es explicativa: intenta
explicar los hechos en términos de leyes, y las leyes en términos de
principios. los científicos no se conforman con descripciones detalladas;
además de inquirir cómo son las cosas, procuran responder al por qué: por qué
ocurren los hechos como ocurren y no de otra manera. La ciencia deduce
proposiciones relativas a hechos singulares a partir de leyes generales, y
deduce las leyes a partir de enunciados nomológicos aún más generales
(principios). Por ejemplo, las leyes de Kepler explicaban una colección de
hechos observados del movimiento planetario; y Newton explicó esas leyes
deduciéndolas de principios generales explicación que permitió a otros
astrónomos dar cuenta de las irregularidades de las órbitas de los planetas que
eran desconocidas para Kepler.
Solía
creerse que explicar es señalar la causa, pero en la actualidad se reconoce que
la explicación causal no es sino un tipo de explicación científica. La
explicación científica se efectúa siempre en términos de leyes, y las leyes
causales no son sino una subclase de las leyes científicas. Hay diversos tipos
de leyes científicas y, por consiguiente, hay una variedad de tipos de
explicación científica: morfológicas, cinemáticas, dinámicas, de composición,
de conservación, de asociación, de tendencias globales, dialécticas,
teleológicas, etc.
La historia
de la ciencia enseña que las explicaciones científicas se corrigen o descartan
sin cesar. ¿Significa esto que son todas falsas? En las ciencias fácticas, la
verdad y el error no son del todo ajenos entre sí: hay verdades parciales y
errores parciales; hay aproximaciones buenas y otras malas. La ciencia no obra
como Penélope, sino que emplea la tela tejida ayer. Las explicaciones
científicas no son finales pero son perfectibles.
13- El
conocimiento científico es predictivo: Trasciende
la masa de los hechos de experiencia, imaginando cómo puede haber sido el
pasado y cómo podrá ser el futuro. La predicción es, en primer lugar, una
manera eficaz de poner a prueba las hipótesis; pero también es la clave del
control y aún de la modificación del curso de los acontecimientos. La
predicción científica en contraste con la profecía se funda sobre leyes y sobre
informaciones específicas fidedignas, relativas al estado de cosas actual o
pasado. No es del tipo “ocurrirá E”, sino más bien de este otro: “ocurrirá E1
siempre que suceda C1 pues siempre que sucede C es seguido por o está asociado
con E”. C y E designan clases de sucesos en tanto que C1 y E1 denotan los
hechos específicos que se predicen sobre la base del o los enunciados que
conectan a C con E en general.
La predicción científica se caracteriza por su perfectibilidad antes
que por su certeza. Más aún, las predicciones que se hacen con la ayuda de
reglas empíricas son a veces más exactas que las predicciones penosamente
elaboradas con herramientas científicas (leyes, informaciones específicas y
deducciones); tal es el caso con frecuencia, de los pronósticos meteorológicos,
de la prognosis médica y de la profecía política. Pero en tanto que la profecía
no es perfectible y, si falla, nos obliga a corregir nuestras suposiciones,
alcanzando así una inteligencia más profunda. Por esto la profecía exitosa no
es un aporte al conocimiento teórico, en tanto que la predicción científica
fallida puede contribuir a él.
Puesto que
la predicción científica depende de leyes y de ítems de información específica,
puede fracasar por inexactitud de los enunciados de las leyes o por imprecisión
de la información disponible. (También puede fallar, por supuesto, debido a
errores cometidos en el proceso de inferencia lógica o matemática que conduce
de las premisas (leyes e informaciones) a la conclusión (enunciado
predictivo)). Una fuente importante de fallas en la predicción es el conjunto
de suposiciones acerca de la naturaleza del objeto (sistema físico, organismo
vivo, grupo social, etc.) cuyo comportamiento ha de predecirse. Por ejemplo,
puede ocurrir que creamos que el sistema en cuestión está suficientemente
aislado de las perturbaciones exteriores, cuando en rigor éstas cuentan a la
larga; dado que la aislación es una condición necesaria de la descripción del
sistema con ayuda de un puñado de enunciados de leyes, no debiera sorprender
que fuera tan difícil predecir el comportamiento de sistemas abiertos tales
como el océano, la atmósfera, el ser vivo o el hombre.
Puesto que
la predicción científica se funda en las leyes científicas, hay tantas clases
de predicciones como clases de enunciado nomológicos. Algunas leyes nos
permiten predecir resultados individuales, aunque no sin error si la predicción
se refiere al valor de una cantidad. Otras leyes; incapaces de decirnos nada
acerca del comportamiento de los individuos (átomos, personas, etc.) son en
cambio la base para la predicción de algunas tendencias globales y propiedades
colectivas de colecciones numerosas de elementos similares; son las leyes
estadísticas. Las leyes de la historia son de este tipo; y por esto es casi
imposible la predicción de los sucesos individuales en el campo de la historia,
pudiendo preveer solamente el curso general de los acontecimientos.
14- La
ciencia es abierta: no reconoce
barreras a priori que limiten el conocimiento. Si un conocimiento fáctico no es
refutable en principio, entonces no pertenece a la ciencia sino a algún otro
campo. Las nociones acerca de nuestro medio, natural o social, o acerca del yo,
no son finales: están todas en movimiento, todas son falibles. Siempre es
concebible que pueda surgir una nueva situación (nuevas informaciones o nuevos
trabajos teóricos) en que nuestras ideas, por firmemente establecidas que
parezcan, resulten inadecuadas en algún sentido. La ciencia carece de axiomas
evidentes: incluso los principios más generales y seguros son postulados que
pueden ser corregidos o reemplazados. A consecuencia del carácter hipotético de
los enunciados de leyes, y de la naturaleza perfectible de los datos empíricos
la ciencia no es un sistema dogmático y cerrado sino controvertido y abierto. O,
más bien, la ciencia es abierta como sistema porque es falible y por
consiguiente capaz de progresar. En cambio, puede argüirse que la ciencia es
metodológi-camente cerrada no en el sentido de que las reglas del método
científico sean finales sino en el sentido de que es autocorrectiva: el
requisito de la verificabilidad de las hipótesis científicas basta para
asegurar el progreso científico.
Tan pronto
como ha sido establecida una teoría científica, corre el peligro de ser
refutada o, al menos, de que se circunscriba su dominio. Un sistema cerrado de
conocimiento fáctico que excluya toda ulterior investigación, puede llamarse
sabiduría pero es en rigor un detritus de la ciencia. El sabio moderno, a
diferencia del antiguo no es tanto un acumulador de conocimientos como un
generador de problemas. Por consiguiente prefiere los últimos números de las
revistas especializadas a los manuales, aún cuando estos últimos sean depósitos
de verdad más vastos y fidedignos que aquellas. El investigador moderno ama la
verdad pero no se interesa por las teorías irrefutables. Una teoría puede haber
permanecido intocada no tanto por su alto contenido de verdad cuanto porque
nadie la ha usado. No se necesita emprender una investigación empírica para
probar la tautología de que ni siquiera los científicos se casan con
solteronas.
Los
modernos sistemas de conocimiento científico son como organismos en
crecimiento: mientras están vivos cambian sin pausa. Esta es una de las razones
por las cuales la ciencia es éticamente valiosa: porque nos recuerda que la
corrección de errores es tan valiosa como el no cometerlos y que probar cosas
nuevas e inciertas es preferible a rendir culto a las viejas y garantidas. La
ciencia, como los organismos, cambia a la vez internamente y debido a sus
contactos con sus vecinos; esto es, resolviendo sus problemas específicos y
siendo útil en otros campos.
15- La
ciencia es útil: porque busca la verdad,
la ciencia es eficaz en la provisión de herramientas para el bien y para el
mal. El conocimiento ordinario se ocupa usualmente de lograr resultados capaces
de ser aplicados en forma inmediata; con ello no es suficientemente verdadero,
con lo cual no puede ser suficientemente eficaz. Cuando se dispone de un
conocimiento adecuado de las cosas es posible manipularlas con éxito. La
utilidad de la ciencia es una consecuencia de su objetividad; sin proponerse
necesariamente alcanzar resultados aplicables, la investigación los provee a la
corta o a la larga. La sociedad moderna paga la investigación porque ha aprendido
que la investigación rinde. Por este motivo, es redundante exhortar a los
científicos a que produzcan conocimientos aplicables: no pueden dejar de
hacerlo. Es cosa de los técnicos emplear el conocimiento científico con fines
prácticos, y los políticos son los responsables de que la ciencia y la
tecnología se empleen en beneficio de la humanidad. Los científicos pueden a lo
sumo, aconsejar acerca de cómo puede hacerse uso racional, eficaz y bueno de la
ciencia.
La técnica
precientífica era primordialmente una colección de recetas pragmáticas no
entendidas, muchas de las cuales desempeñaban la función de ritos mágicos. La
técnica moderna, es en medida creciente —aunque no exclusivamente— ciencia
aplicada. La ingeniería es física y química aplicadas, la medicina es biología
aplicada, la psiquiatría es psicología y neurología aplicadas; y debiera llegar
el día en que la política se convierta en sociología aplicada.
Pero la
tecnología es más que ciencia aplicada: en primer lugar porque tiene sus propios
procedimientos de investigación, adaptados a circunstancias concretas que
distan de los casos puros que estudia la ciencia. En segundo lugar, porque toda
rama de la tecnología contiene un cúmulo de reglas empíricas descubiertas antes
que los principios científicos en los que —si dichas reglas se confirman—
terminan por ser absorbidas. La tecnología no es meramente el resultado de
aplicar el conocimiento científico existente a los casos prácticos: la
tecnología viva es esencialmente, el enfoque científico de los problemas
prácticos, es decir, el tratamiento de estos problemas sobre un fondo de
conocimiento científico y con ayuda del método científico. Por eso la
tecnología, sea de las cosas nuevas o de los hombres, es fuente de
conocimientos nuevos.
La conexión
de la ciencia con la tecnología no es por consiguiente asimétrica. Todo avance
tecnológico plantea problemas científicos cuya solución puede consistir en la
invención de nuevas teorías o de nuevas técnicas de investigación que conduzcan
a un conocimiento más adecuado y a un mejor dominio del asunto. La ciencia y la
tecnología constituyen un ciclo de sistemas interactuantes que se alimentan el
uno al otro. El científico torna inteligible lo que hace el técnico y éste
provee a la ciencia de instrumentos y de comprobaciones; y lo que es igualmente
importante el técnico no cesa de formular preguntas al científico añadiendo así
un motor externo al motor interno del progreso científico. La continuación de
la vida sobre la Tierra depende del ciclo de carbono: los animales se alimentan
de plantas, las que a su vez obtienen su carbono de lo que exhalan los
animales. Análogamente la continuación de la civilización moderna depende, en
gran medida del ciclo del conocimiento: la tecnología moderna come ciencia, y la
ciencia moderna depende a su vez del equipo y del estímulo que le provee una
industria altamente tecnificada.
Pero la ciencia es útil en más de una manera. Además de constituir
el fundamento de la tecnología, la ciencia es útil en la medida en que se la emplea
en la edificación de concepciones del mundo que concuerdan con los hechos, y en
la medida en que crea el hábito de adoptar una actitud de libre y valiente
examen, en que acostumbra a la gente a poner a prueba sus afirmaciones y a
argumentar correctamente. No menor es la utilidad que presta la ciencia como
fuente de apasionantes rompecabezas filosóficos, y como modelo de la
investigación filosófica.
En resumen, la ciencia es valiosa como herramienta para domar la
naturaleza y remodelar la sociedad; es valiosa en sí misma, como clave para la
inteligencia del mundo y del yo; y es eficaz en el enriquecimiento, la
disciplina y la liberación de nuestra mente.
¿Cuál es
el método de la ciencia?
"The lame in the path
outstrips the
swift who wander from it" - F.
Bacon
1. La ciencia, conocimiento
verificable
En su
deliciosa biografía del Dante (A.C. 1360), Boccaccio(1) expuso su opinión —que no
viene al caso— acerca del origen de la palabra “poseía” concluyendo con este
comentario: “otros lo atribuyen a razones diferentes acaso aceptables; pero
ésta me gusta más”. El novelista aplicaba, al conocimiento acerca de la poesía
y de su nombre el mismo criterio que podría apreciarse para apreciar la poesía misma:
el gusto. Confundía así valores situados en niveles diferentes: el estético,
perteneciente a la esfera de la sensibilidad, y el gnoseológico, que no
obstante estar enraizado en la sensibilidad está enriquecido con una cualidad
emergente: la razón.
Semejante
confusión no es exclusiva de poetas: incluso Hume, en una obra célebre por su
crítica mortífera de varios dogmas tradicionales escogió el gusto como criterio
de verdad. En su Treatise of Human Nature (1739) puede leerse:(2) “No es sólo en poesía y en
música que debemos seguir nuestro gusto, sino también en la filosofía (que en
aquella época incluía también a la ciencia). Cuando estoy convencido de algún
principio, no es sino una idea que me golpea (strikes) con mayor fuerza. Cuando
prefiero un conjunto de argumentos por sobre otros, no hago sino decidir, sobre
la base de mi sentimiento, acerca de la superioridad de su influencia”. El
subjetivismo era así la playa en que desembarcaba la teoría psicologista de las
“ideas” inaugurada por el empirismo de Locke.
El recurso
al gusto no era, por supuesto, peor que el argumento de autoridad, criterio de
verdad que ha mantenido enjaulado al pensamiento durante tanto tiempo y con
tanta eficacia. Desgraciadamente, la mayoría de la gente, y hasta la mayoría de
los filósofos, aún creen —u obran como si creyeran— que la manera correcta de
decir el valor de verdad de un enunciado es someterlo a la prueba de algún
texto: es decir verificar si es compatible con (o deducible de) frases más o
menos célebres tenidas por verdades eternas, o sea, principios infalibles de
alguna escuela de pensamiento. En efecto, son demasiados los argumentos
filosóficos que se ajustan al siguiente molde: “X está equivocado, porque lo
que dice contradice lo que escribió el maestro Y”, o bien “el X-ismo es falso
porque sus tesis son incompatibles con las proposiciones fundamentales de
Y-ismo”. Los dogmáticos —antiguos y modernos fuera y dentro de la profesión
científica, maliciosos o no— obran de esta manera aun cuando no desean
convalidar creencias que simplemente no pueden ser comprobadas, sea
empíricamente, sea racionalmente. Porque “dogma” es, por definición, toda
opinión no confirmada de la que no se exige verificación porque se la supone
verdadera y, más aún, se la supone fuentes de verdades ordinarias.
Otro
criterio de verdad igualmente difundido ha sido la evidencia. Según esta
opinión, verdadero es aquello que parece aceptable a primera vista, sin examen
ulterior: aquello, en suma, que se intuye. Así, Aristó-teles(3) afirmaba
que la intuición “aprehende las premisas primarias” de todo discurso, y es por
ello “la fuente que origina el conocimiento científico”. No sólo Bergson,
Husserl y mucho otros intuicionistas e irracionalistas han compartido la
opinión de que las esencias pueden cogerse sin más: también el racio-nalismo
ingenuo, tal como el que sostenía Descartes, afirma que hay principios
evidentes que, lejos de tener que someterse a prueba alguna, son la piedra de
toque de toda otra proposición, sea formal o fáctica.
Finalmente,
otros han favorecido las “verdades vitales” (o las “mentiras vitales”), esto
es, las afirmaciones que se creen o no por conveniencia, independientemente de
su fundamento racional y/o empírico. Es el caso de Nietzsche y los pragmatistas
posteriores, todos los cuales han exagerado el indudable valor instrumental del
conocimiento fáctico, al punto de afirmar que “la posesión de la verdad, lejos
de ser (...) un fin en sí, es sólo un medio preliminar para alcanzar otras
satisfacciones vitales”(4),
de donde “verdadero” es sinónimo de “útil”.
Pregúntese a un científico, si cree que tiene derecho a suscribir
una afirmación en el campo de las ciencias tan sólo porque le guste, o porque
la considere un dogma inexpugnable o porque a él le parezca evidente, o porque
la encuentre conveniente. Probablemente conteste más o menos así: ninguno de
esos presuntos criterios de verdad garantiza la objetividad, y el conocimiento
objetivo es la finalidad de la investigación científica. Lo que se acepta sólo
por gusto o por autoridad, o por parecer evidente (habitual) o por
conveniencia, no es sino creencia u opinión, pero no es conocimiento
científico. El conocimiento científico es a veces desagradable, a menudo
contradice a los clásicos (sobre todo si es nuevo), en ocasiones tortura al
sentido común y humilla a la intuición; por último, puede ser conveniente para
algunos y no para otros. En cambio aquello que caracteriza al conocimiento
científico es su verifi-cabilidad: siempre es susceptible de ser verificado
(confirmado o disconfirmado).
2.
Veracidad y verificabilidad
Obsérvese
que no pretendemos que el conocimiento científico, por contraste con el
ordinario, el tecnológico o el filosófico, sea verdadero. Ciertamente lo es con frecuencia, y siempre
intenta serlo más y más. Pero la veracidad, que es un objetivo, no caracteriza
el conocimiento científico de manera tan inequívoca como el modo, medio o
método por el cual la investigación científica plantea problemas y pone a
prueba las soluciones propuestas.
En ocasiones,
puede alcanzarse una verdad con sólo consultar un texto. Los propios
científicos recurren a menudo a un argumento de autoridad atenuada: lo hacen
siempre que emplean datos (empíricos o formales) obtenidos por otros
investigadores —cosa que no pueden dejar de hacer, pues la ciencia moderna es,
cada vez más, una empresa social—. Pero, por grande que sea la autoridad que se
atribuye a una fuente jamás se la considera infalible: si se aceptan sus datos,
es sólo provisionalmente y porque se presume que han sido obtenidos con
procedimientos que concuerdan con el método científico, de manera que son
reproducibles por quienquiera que se disponga a aplicar tales procedimientos.
En otras palabras: un dato será considerado verdadero hasta cierto punto,
siempre que pueda ser confirmado de manera compatible con los cánones del
método científico.
En
consecuencia, para que un trozo de saber merezca ser llamado “científico”, no
basta —ni siquiera es necesario— que sea verdadero. Debemos saber, en cambio,
cómo hemos llegado a saber, o a presumir, que el enunciado en cuestión es
verdadero: debemos ser capaces de enumerar las operaciones (empíricas o
racionales) por las cuales es verificable (confirmable o discon-firmable) de
una manera objetiva al menos en principio. Esta no es sino una cuestión de
nombres: quienes no deseen que se exija la verificabilidad del conocimiento
deben abstraerse de llamar “científicas” a sus propias creencias, aun cuando
lleven bonitos nombres con raíces griegas. Se las invita cortésmente a bautizarlas
con nombres más impresionantes, tales como “reveladas, evidentes, absolutas,
vitales, necesarias para la salud del Estado, indispensables para la victoria
del partido”, etc.
Ahora bien,
para verificar un enunciado —porque las proposiciones, y no los hechos, son
verdaderas y falsas y pueden, por consiguiente, ser verificadas— no basta la
contemplación y ni siquiera el análisis. Comprobamos nuestras afirmaciones
confrontándolas con otros enunciados. El enunciado confirmatorio (o
disconfirmatorio), que puede llamarse el verificans, dependerá del conocimiento disponible y de la
naturaleza de la proposición dada, la que puede llamarse verificandum. Los enunciados confirmatorios serán
enunciados referentes a la experiencia si lo que se somete a prueba es una
afirmación fáctica, esto es, un enunciado acerca de hechos, sean experimentados
o no. Observemos, de pasada, que el científico tiene todo el derecho de
especular acerca de hechos inexperienciales, esto es, hechos que en una etapa
del desarrollo del conocimiento están más allá de alcance de la experiencia
humana; pero entonces está obligado a señalar las experiencias que permiten
inferir tales hechos inobservados o aun inobservables; vale decir tiene la
obligación de anclar sus enunciados fácticos en experiencias conectadas de
alguna manera con los hechos transempíricos que supone. Baste recordar la
historia de unos pocos inobservables distinguidos: la otra cara de la Luna, las
ondas luminosas, los átomos, la conciencia, la lucha de clases y la opinión pública.
En cambio,
si lo que se ha verificado no es una proposición referente al mundo exterior
sino un enunciado respecto al comportamiento de signos (tal como por ej. 2 + 3
= 5), entonces los enunciados confirmatorios serán definiciones, axiomas, y reglas
que se adoptan por una razón cualquiera (por ej. porque son fecundas en la
organización de los conceptos disponibles y en la elaboración de nuevos
conceptos). En efecto, la verificación de afirmaciones pertenecientes al
dominio de las formas (lógica y matemática) no requiere otro instrumento
material que el cerebro; sólo la verdad fáctica —como en el caso de “la Tierra
es redonda”— requiere la observación o el experimento.
Resumiendo:
la verificación de enunciados formales sólo incluye operaciones racionales, en
tanto que las proposiciones que comunican información acerca de la naturaleza o
de la sociedad han de ponerse a prueba por ciertos procedimientos empíricos
tales como el recuento o la medición. Pues, aunque el conocimiento de los
hechos no provienen de la experiencia pura —por ser la teoría un componente
indispensable de la recolección de informaciones fácticas— no hay otra manera
de verificar nuestras sospechas que recurrir a la experiencia, tanto “pasiva”
como activa.
3. Las
proposiciones generales
verificables:
hipótesis científicas
La
descripción que antecede satisfará probablemente, a cualquier científico
contemporáneo que reflexione sobre su propia actividad. Pero no resolverá la
cuestión para el meta-científico o epis-temólogo, para quien los
procedimientos, las normas y a veces hasta los resultados de la ciencia son
otros tantos problemas. En efecto, el metacientífico no puede dejar de
preguntarse cuáles son las afirmaciones verificables, cómo se llega a afirmarlas,
cómo se las comprueba, y en qué condiciones puede decirse que han sido
confirmadas. Tratemos de esbozar una respuesta a estas preguntas.
En primer lugar si hemos de tratar el problema de la verificación,
debemos averiguar qué se puede verificar, ya que no toda afirmación —ni
siquiera toda afirmación significativa— es verificable. Así, por ejemplo, las
definiciones nominales —tales como “América es el continente situado al oeste
de Europa”— se aceptan o rechazan sobre la base del gusto, de la conveniencia,
etc., pero no pueden verificarse, y ello simplemente porque no son verdaderas
ni falsas. Por ejemplo, si convenimos en llamar “norte-sur” a la dirección que
toma normalmente la aguja de una brújula, semejante nombre puede gustarnos o
no, pero es inverificable: no es sino un nombre no se funda sobre elemento de
prueba alguno, y ninguna operación podría confirmarlo o disconfirmarlo. En
cambio lo que puede confirmarse o discon-firmarse es una afirmación fáctica que
contenga a ese término tal como “la 5º Avenida corre de sur a norte”. La
verificación de esa afirmación es posible, y puede hacerse con la ayuda de una
brújula.
No sólo las definiciones nominales sino también las afirmaciones
acerca de fenómenos sobrenaturales son inveri-ficables, puesto que por
definición trascienden todo cuanto está a nuestro alcance, y no se las puede
poner a prueba con ayuda de la lógica ni de la matemática. Las afirmaciones
acerca de la sobrenaturaleza son inverificables no porque no se refieran a
hechos —pues a veces pretenden hacerlo, sino porque no se dispone de método
alguno mediante el cual se podrá decidir cuál es su valor de verdad. En cambio,
muchas de ellas son perfectamente significativas para quien se tome el trabajo
de ubicarlas en su contexto sin pretender reducirlas, por ejemplo, a conceptos
científicos. La verificación torna más exacto el significado, pero no produce
significado alguno. Más bien al contrario, la posesión de un significado
determinado es una condición necesaria para que una proposición sea verificable.
Pues, ¿cómo habríamos de disponernos a comprobar lo que no entendemos?
Ahora bien, los enunciados verifi-cables son de muchas clases. Hay
proposiciones singulares tales como “este trozo de hierro está caliente”;
particulares o existenciales, tales como “algunos trozos de hierro están
calientes” (que es verificable-mente falsa). Hay, además, enunciados de leyes,
tales como “todos los metales se dilatan con el calor” (o mejor, “para todo x,
si x es un trozo de metal que se calienta, entonces x se dilata”). Las
proposiciones singulares y particulares pueden verificarse a menudo de manera
inmediata, con la sola ayuda de los sentidos o eventualmente, con el auxilio de
instrumentos que amplíen su alcance; pero otras veces exigen operaciones
complejas que implican enunciados de leyes y cálculos matemáticos, como es el
caso de “la distancia media entre la Tierra y el Sol es de unos 1.500 millones
de kilómetros”.
Cuando un enunciado verificable posee un grado de generalidad
suficiente, habitualmente se lo llama hipótesis científica. O, lo que es
equivalente, cuando una proposición general (particular o universal) puede
verificarse sólo de manera indirecta —esto es, por el examen de algunas de sus
consecuencias— es conveniente llamarla “hipótesis científica”. Por ejemplo,
“todos los trozos de hierro se dilatan con el calor”, y a fortiori, “todos los
metales se dilatan con el calor”, son hipótesis científicas: son puntos de
partida de raciocinios y, por ser generales, sólo pueden ser confirmados
poniendo a prueba sus consecuencias particulares, esto es, probando enunciados
referentes a muestras específicas de metal.
Solía creerse que el discurso científico no incluye elementos
hipotéticos sino tan sólo hechos, y, sobre todo, lo que en inglés se denominan hard
facts. Ahora se comprende que el
núcleo de toda teoría científica es un conjunto de hipótesis verificables. Las
hipótesis científicas son, por una parte, remates de cadenas inferen-ciales no
demostrativas (analógicas o inductivas) más o menos oscuras; por otra parte,
son puntos de partida de cadenas deductivas cuyos últimos eslabones —los más
próximos a los sentidos, en el caso de la ciencia fáctica—, deben pasar la
prueba de la experiencia.
Más aún: habitualmente se concuerda en que debiera llamarse “hipótesis”
no sólo a las conjeturas de ensayo, sino también a las suposiciones
razonablemente confirmadas o establecidas, pues probablemente no hay enunciados
fácticos generales perfectos. La experiencia ha sugerido adoptar este sentido
de la palabra “hipótesis”. considérese, por ejemplo, la ley de Newton de la
gravedad, que ha sido confirmada en casi todos los casos con una precisión
asombrosa. Tenemos dos razones para llamarla hipótesis: la primera es que ha
pasado la prueba sólo un número finito de veces; la segunda, es que hemos
terminado por aprehender que incluso ese célebre enunciado de ley es tan sólo
una primera aproximación de un enunciado más exacto incluido en la teoría
general de la relatividad, que tampoco es probable que sea definitiva.
4. El
método científico
¿ars
inveniendi?
Hemos
convenido en que un enunciado fáctico general susceptible de ser verificado
puede llamarse hipótesis, lo que suena más respetable que corazonada, sospecha,
conjetura, suposición o presunción, y es también más adecuado que estos
términos, ya que la etimología de es punto de partida, que ciertamente lo es una vez que se ha dado
con ella. Abordemos ahora el segundo problema que nos propusimos, a saber:
¿existe una técnica infalible para inventar hipótesis científicas que sean
probablemente verdaderas? En otras palabras: ¿existe un método, en el sentido
cartesiano de conjunto de “reglas ciertas y fáciles” que nos conduzca a
enunciar verdades fácticas de gran extensión?
Muchos hombres, en el curso de muchos siglos, han creído en la
posibilidad de descubrir la técnica del descubrimiento, y de inventar la
técnica de la invención. Fue fácil bautizar al niño no nacido, y se lo hizo con
el nombre de ars inveniendi. Pero
semejante arte jamás fue inventado. Lo que es más, podría argüirse que jamás se
lo inventará, a menos que se modifique radicalmente la definición de “ciencia”;
en efecto, el conocimiento científico por oposición a la sabiduría revelada, es
esencialmente falible, esto es, susceptible de ser parcial o aun totalmente
refutado. La falibilidad del conocimiento científico, y, por consiguiente la
imposibilidad de establecer reglas de oro que nos conduzcan derechamente a
verdades finales, no es sino el complemento de aquella verificabilidad que habíamos
encontrado en el núcleo de la ciencia.
Vale decir,
no hay reglas infalibles que garanticen por anticipado el descubrimiento de
nuevos hechos y la invención de nuevas teorías, asegurando así la fecundidad de
la investigación científica: la certidumbre debe buscarse tan solo en las
ciencias formales. ¿Significa esto que la investigación científica es errática
e ilegal, y por consiguiente que los científicos lo esperan todo de la
intuición o de la iluminación? Ta es la moraleja que algunos científicos y filósofos
eminentes han extraído de la inexistencia de leyes que nos aseguren contra la
infertilidad y el error. Por ejemplo, Bridgman —el expositor del operacionismo—
ha negado la existencia del método científico, sosteniendo que “la ciencia es
ño que hacen los científicos, y hay tantos métodos científicos como hombres de
ciencia”.(5)
Es verdad
que en ciencia no hay caminos reales; que la investigación se abre camino en la
selva de los hechos, y que los científicos sobresalientes elaboran su propio
estilo de pesquisa. Sin embargo esto no debe hacernos desesperar de la
posibilidad de descubrir pautas, normalmente satisfactorias de plantear
problemas y poner a prueba hipótesis. Los científicos que van en pos de la verdad no
se comportan ni como soldados que cumplen obedientemente las reglas de la
ordenanza (opiniones de Bacon y Descartes), ni como los caballeros de Mark
Twain, que cabalgaban en cualquier dirección para llegar a Tierra Santa
(opinión de Bridgman). No hay avenidas hechas en ciencia, pero hay en cambio
una brújula mediante la cual a menudo es posible estimar si se está sobre una
huella promisoria. Esta brújula es el método científico, que no produce
automáticamente el saber pero que nos evita perdernos en el caos aparente de
los fenómenos, aunque sólo sea porque nos indica cómo no plantear los problemas y cómo no sucumbir al embrujo de nuestros prejuicios
predilectos.
La
investigación no es errática sino metódica; sólo que no hay una sola manera de
sugerir hipótesis, sino muchas maneras: las hipótesis no se nos imponen por la
fuerza de los hechos, sino que son inventadas para dar cuenta de los hechos. Es verdad que
la invención no es ilegal, sino que sigue ciertas pautas; pero éstas son
psicológicas antes que lógicas, son peculiares de los diversos tipos
intelectuales, y, por añadidura, los conocemos poco, porque apenas se los
investiga. Hay, ciertamente, reglas que facilitan la invención científica, y en
especial la formulación de hipótesis; entre ellas figuran las siguientes: el
sistemático reordena-miento de los datos, la supresión imaginaria de factores
con el fin de descubrir las variables relevantes, el obstinado cambio de
representación en busca de analogías fructíferas. Sin embargo, las reglas que
favorecen o entorpecen el trabajo científico no son de oro sino plásticas; más
aún, el investigador rara vez tiene conciencia del camino que ha tomado para
formular sus hipótesis. Por esto la investigación científica puede planearse a
grandes líneas y no en detalle, y aún menos puede ser regimentada.
Algunas
hipótesis se formulan por vía inductiva, esto es, como generalizaciones sobre
la base de la observación de un puñado de casos particulares. Pero la inducción
dista de ser la única o siquiera la principal de las vías que conducen a
formular enunciados generales verificables. Otras veces, el científico opera
por analogía; por ejemplo la teoría ondulatoria de la luz le fue sugerida a
Huyghens (1690) por una comparación con las olas.(6) En algunos casos el principio
heurístico es una analogía matemática; así, por ejemplo, Maxwell (1873) predijo
la existencia de ondas electromagnéticas sobre la base de una analogía formal
entre sus ecuaciones del campo y la conocida ecuación de las ondas elásticas.(7) Ocasionalmente, el investigador es guiado
por consideraciones filosóficas; así fue como procedió Oersted (1820); buscó
deliberadamente una conexión entre la electricidad y el magnetismo, obrando
sobre la base de la convicción a priori de que la estructura de todo cuanto
existe es polar, y que todas las “fuerzas” de la naturaleza están conectadas
orgánicamente entre sí.(8) La convicción filosófica de que la complejidad
de la naturaleza es ilimitada le llevó a Bohm a especular sobre un nivel
subcuántico, fundándose en una analogía con el movimiento browniano clásico.(9) Ni
siquiera la fantasía teológica ha dejado de contribuir, aunque por cierto en
mínima medida; recuérdese el principio de la mínima acción de Maupertuis
(1747), formulado en la creencia de que el Creador lo había dispuesto todo de
la manera más económica posible.
A las
hipótesis científicas se llega, en suma, de muchas maneras: hay muchos
principios heurísticos, y el único invariante es el requisito de verificabi-lidad.
La inducción, la analogía y la deducción de suposiciones extracientíficas (por
ej. filosóficas) proveen puntos de partida que deben ser elaborados y probados.
5. El
método científico, técnica
de
planteo y comprobación
Los
especialistas científicos habitualmente no se interesan por el problema de la
génesis de las hipótesis científicas; esta cuestión es de competencia de las
diversas ciencias de la ciencia. El proceso que conduce a la enunciación de una
hipótesis científica puede estudiarse en diversos niveles; el lógico, el
psicológico y el sociológico. El lógico se interesará por la inferencia
plausible como conexión inversa (no deductiva) entre proposiciones singulares y
generales. El psicólogo investigará la etapa de la “iluminación” o relámpago en
el proceso de resolución de los problemas, etapa en que se produce la síntesis
de elementos anteriormente inconexos; también se propondrá estudiar fenómenos
tales como los estímulos e inhibiciones que caracterizan al trabajo en equipo.
El sociólogo inquirirá por qué determinada estructura social favorece ciertas
clases de hipótesis mientras desalienta a otras.
El
metodólogo, en cambio no se ocupará de la génesis de las hipótesis, sino de
planteo de los problemas que las hipótesis intentan resolver y de su
comprobación. El origen del nexo entre el planteo y la comprobación —esto es,
el surgimiento de la hipótesis— se lo deja a otros especialistas. El motivo es,
nuevamente, una cuestión de nombres: lo que hoy se llama “método científico” no
es ya una lista de recetas para dar con las respuestas correctas a las
preguntas científicas, sino el conjunto de procedimientos por los cuales: a) se
plantean los problemas científicos y, b) se ponen a prueba las hipótesis
científicas.
El estudio
del método científico es, en una palabra, la teoría de la investigación. Esta
teoría es descriptiva en la medida en que descubre pautas en la investigación
científica (y aquí interviene la historia de la ciencia, como proveedora de
ejemplos). La metodología es normativa en la medida en que muestra cuáles son
las reglas de procedimiento que pueden aumentar la probabilidad de que el
trabajo sea fecundo. Pero las reglas discernibles en la práctica científica
exitosa son perfectibles, no son cánones intocables, porque no garantizan la
obtención de la verdad; pero, en cambio, facilitan la detección de errores.
Si la
hipótesis que ha de ser puesta a prueba se refiere a objetos ideales (números,
funciones, figuras, fórmulas lógicas, suposiciones filosóficas, etc.), su
verificación consistirá en la prueba de su coherencia —o incoherencia— con
enunciados (postulados, definiciones, etc.) previamente aceptados. En este
caso, la confirmación puede ser una demostración definitiva. En cambio, si el
enunciado en cuestión se refiere (de manera significativa) a la naturaleza o a
la sociedad, puede ocurrir, o bien que podamos averiguar su valor de verdad con
la sola ayuda de la razón, o que debamos recurrir, además a la experiencia.
El análisis
lógico basta cuando el enunciado que se pone a prueba es de alguno de los
siguientes tipos: a) una simple tautología, o sea, un enunciado verdadero en
virtud de su sola forma, independientemente de su contenido (como el caso de
“El agua moja o no moja”; b) una definición, o equivalencia entre dos grupos de
términos (como en el caso de “Los seres vivos se alimentan, crecen y se
reproducen); c) una consecuencia de enunciados fácticos que poseen una
extensión o alcance mayor (como ocurre cuando se deduce el principio de la
palanca de la ley de conservación de la energía). Vale decir, el análisis
lógico y matemático comprobará la validez de los enunciados (hipótesis) que son
analíticos, determinado contexto. Muchos
enunciados no son intrínsecamente analíticos en su analiticidad es relativa o
contextual, como lo demuestra el hecho de que esta propiedad puede perderse, si
se estrecha o amplía el contexto, o si se reagrupan los enunciados de la teoría
correspondiente, de manera ta que los antiguos teoremas se conviertan en
postulados y viceversa.
Vale decir,
la mera referencia a los hechos no basta para decidir qué herramienta, si el
análisis o la experiencia, ha de emplearse.
Para convalidar una proposición hay que empezar por determinar su status
y estructura lógica. En consecuencia, el análisis lógico (tanto sintáctico
como semántico), es la primera operación que debiera emprenderse al comprobar
las hipótesis científicas, sean fácticas o no.
Esta norma debiera considerarse como una regla del método
científico.
Los
enunciados fácticos no analíticos —esto es, las proposiciones referentes a hechos pero indecidibles con la sola ayuda
de la lógica— tendrán que concordar con los datos empíricos o adaptarse a
ellos. Esta norma, que distaba de ser obvia antes del siglo XVIII, y que
contradice tanto el apriorismo escolástico como el racionalismo cartesiano, es
la segunda regla del método científico. Podemos enunciarla de la siguiente
manera: El método científico, aplicado a la comprobación de afirmaciones
informativas, se reduce al método experimental.
6. El
método experimental
La
experimentación involucra la modificación deliberada de algunos factores, es decir, la sujeción del objeto de
experimentación a estímulos controlados. Pero lo que habitualmente se llama
“método experimental” no envuelve necesariamente experimentos en el sentido
estricto del término, y puede aplicarse fuera del laboratorio. Así, por ejemplo
la astronomía no experimenta con cuerpos celestes (por el momento) pero es una
ciencia empírica porque aplica el método experimental. En lugar de elaborar una
definición del término, veamos cómo funcionó en un caso famoso tan conocido que
casi siempre se lo entiende mal.
Adams y Le
Verrier descubrieron el planeta Neptuno procediendo de una manera que es típica
de la ciencia moderna. Sin embargo, no ejecutaron un solo experimento; ni
siquiera partieron de “hechos sólidos”. En efecto, el problema que se pantearon
fué el de explicar ciertas irregularidades halladas en el movimiento de los
planetas exteriores (a la Tierra); pero esas irregularidades no eran fenómenos
observables: consistían en discrepancias entre las órbitas observadas y las calculadas. El hecho que debía
explicar no era un conjunto de datos de los sentidos, sino un conflicto entre
datos empíricos y consecuencias deducidas de los principios de la mecánica
celeste.
La
hipótesis que propusieron para explicar la discrepancia fué que un planeta
transuraniano inobservado perturbaba el movimiento de los planetas exteriores
entonces conocidos. También podrían haber imaginado que la ley de Newton de la
gravitación falla a grandes distancias, pero esto era apenas concebible en una
época en que la Weltanschauung prevaleciente
entre los científicos incluía una fé dogmática en la física newtoniana. De esta
hipótesis, unida a los principios aceptados de la mecánica celeste y ciertas
suposiciones específicas (referentes, entre otras, al plano de la órbita),
Adams y Le Verrier dedujeron consecuencias observables con la sola ayuda de la
lógica y la matemática: predijeron el lugar en que se encontraba el “nuevo”
planeta en tal y cual noche. La observación del cielo y el descubrimiento no
fueron sino el último eslabón de un largo proceso por el cual se probaron
conjuntamente varias hipótesis.
No es fácil
decidir si una hipótesis concuerda con los hechos. En primer lugar, la
verificación empírica rara vez puede determinar cuál de los componentes de una
teoría dada ha sido confirmado o disconfirmado; habitualmente se prueban
sistemas de proposiciones antes que enunciados aislados. Pero la principal
dificultad proviene de la generalidad de las hipótesis científicas. La
hipótesis de Adams y Le Verrier era general, aun cuando ello no es aparente a
primera vista: tácitamente habían supuesto que el planeta existía en todo
momento dentro de un largo lapso; y comprobaron la hipótesis tan sólo para unos
pocos breves intervalos de tiempo. En cambio, las proposiciones fácticas
singulares no son tan difíciles de probar. Así, por ejemplo, no es difícil
comprobar si “El Sr. Pérez, que es obeso, es cardíaco”; bastan una balanza y un
estetoscopio. Lo difícil de comprobar son las proposiciones fácticas generales,
esto es, los enunciados referentes a clases de hechos y no a hechos singulares.
La razón es sencilla: no hay hechos generales, sino tan sólo hechos singulares;
por consiguiente, la frase “adecuación de las ideas a los hechos” está fuera de
la cuestión en lo que respecta a las hipótesis científicas.
Supongamos
que se sugiere la hipótesis “los obesos son cardíacos”, sea por la observación
de cierto número de correlaciones entre la obesidad y las enfermedades del
corazón (esto es, por inducción estadística, sea sobre la base del estudio de
la función del corazón en la circulación (esto es, por deducción). El enunciado
general “los obesos son cardíacos” no se refiere solamente a nuestros
conocidos, sino a todos los gordos del mundo; por consiguiente, no podemos esperar
verificarlo directamente (esto es, por el examen de un inexistente
“gordo general”) ni exhaustivamente (auscultando
a todos los seres humanos presentes, pasados y futuros). La metodología nos
dice cómo debemos proceder; en este caso, examinaremos sucesivamente los
miembros de una muestra suficientemente numerosa de personas obesas. Vale
decir, probamos una consecuencia particular de nuestra suposición general. Esta
es una tercer máxima del método científico: Obsérvense singulares en busca
de elementos de prueba universales.
Hasta aquí todo parece sencillo; pero los problemas relacionados con
la prueba real distan de ser triviales,
y algunos de ellos no han sido resueltos satisfactoriamente. Debemos recurrir a
las técnicas del planteo de problemas de este tipo, es decir, a las técnicas de
diseño de los procedimientos empíricos adecuados. Esta técnica nos aconseja
comenzar por decidir lo que hemos de entender por “obeso” y por “cardíaco”, lo
que no es en modo alguno tarea sencilla, ya que el umbral de obesidad es en
gran medida convencional. O sea, debemos empezar por determinar el exacto
sentido de nuestra pregunta. Y ésta es una cuarta regla del método científico,
a saber: Formúlese preguntas precisas.
Luego procederemos a elegir la técnica experimental (clase de
balanza, tipo de examen de corazón, etc.) y la manera de registrar datos y de
ordenarlos. Además debemos decidir el tamaño de la muestra que habremos de
observar y la técnica de escoger sus miembros, con el fin de asegurar de que
será una fiel representante de la población total. Sólo una vez realizadas
estas operaciones preliminares podremos visitar al Sr. Pérez y a los demás
miembros de la muestra, con el fin de reunir datos. Y aquí se nos muestra una
quinta regla del método científico: La recolección y el análisis de datos
deben hacerse conforme a las reglas de la estadística.
Después que los datos han sido reunidos, clasificados y analizados,
el equipo que tiene a su cargo la investigación podrá realizar una inferencia
estadística concluyendo que “el N % de
los obesos son cardíacos”. Más aún, habrá que estimar el error probable de esta
afirmación.
Obsérvese que la hipótesis que había motivado nuestra investigación
era un enunciado universal de la forma “para todo x, si x es F, entonces x es
G”. Por otro lado, el resultado de la investigación es un enunciado
estadístico, a saber: “de la clase de las personas obesas, una subclase que
llega a su N/100ava parte está compuesta por cardíacos”. Esto es, nuestra
hipótesis de trabajo ha sido corregida. ¿Debemos contentarnos con esta
respuesta? Nos gustaría formular otras preguntas: deseamos entender la ley que
hemos hallado, nos gustaría deducirla de las leyes de la fisiología humana. Y
aquí se aplica una sexta regla del método científico, a saber: No existen
respuestas definitivas, y ello simplemente porque no existen preguntas finales.
7. Métodos teóricos
Toda ciencia fáctica especial elabora sus propias técnicas de
verificación; entre ellas, las técnicas de medición son típicas de la ciencia
moderna. Pero en todos los casos estas técnicas, por diferentes que sean, no
constituyen fines en sí mismos; todas ellas sirven para contrastar ciertas
ideas con ciertos hechos por la vía de la experiencia. O, si se prefiere, el
objetivo de las técnicas de verificación es probar enunciados referentes a
hechos por vía del examen de proposiciones referentes a la experiencia (y en
particular, al experimento). Este es el motivo por el cual los experimentadores
no tienen por qué construir cada uno de sus aparatos e instrumentos, pero deben
en cambio diseñarlos y/o usarlos a fin de poner a prueba ciertas afirmaciones.
Las técnicas especiales, por importantes que sean, no son sino etapas de la
aplicación del método experimental, que no es otra cosa que el método científico
en relación con la ciencia fáctica, y la ciencia, por fáctica que sea, no es un
montón de hechos sino un sistema de ideas.
En el
párrafo anterior ejemplificamos el método experimental analizando el proceso de
verificación que requeriría el enunciado “los obesos son cardíacos”;
encontramos que esta hipótesis requería una precisión cuantitativa, y después
de una investigación imaginaria adoptamos, en su lugar, cierta generalización
empírica del tipo de los enunciados estadísticos. Ahora bien: las generalizaciones
empíricas tan caras a Aristóteles y a Bacon, y aún cuando se las formule en
términos estadísticos, no son distintivas de la ciencia moderna. El tipo de
hipótesis característico de la ciencia moderna no es el de los enunciados
descriptivos aislados cuya función principal es resumir experiencias. Lo
peculiar de la ciencia moderna es que consiste en su mayor parte en teorías
explicativas, es decir, en sistemas de proposiciones que pueden clasificarse
en: principios, leyes, definiciones, etc., y que están vinculadas entre sí
mediante conectivas lógicas (tales como “y, o, si... entonces”, etc.).
Las teorías
dan cuenta de los hechos no sólo describiéndolos de manera más o menos exacta,
sino también proveyendo modelos conceptuales de los hechos, en cuyos términos
puede explicarse y predecirse, al menos en principio, cada uno de los hechos de
una clase. Las posibilidades de una hipótesis científica no se advierten por
entero antes de incorporarlas en una teoría; y es sólo entonces cuando puede
encontrársele varios soportes. Al sumergirse en una teoría, el enunciado dado
es apoyado —o aplastado— por toda la masa del saber disponible; permaneciendo
aislado es difícil de confirmar y de refutar y, sobre todo, sigue sin ser
entendido.
La
conversión de las generalizaciones empíricas en leyes teóricas envuelve
trascender la esfera de los fenómenos y el lenguaje observacional: ya no se
trata de hacer afirmaciones acerca de hechos observables, sino de adivinar su
“mecanismo” interno (el que, desde luego no tiene por qué ser mecánico).
Supóngase que un psicólogo desea estudiar las correlaciones entre cierto
estímulo observable S y cierta conducta observable R, que —a modo de
ensayo—considera como la respuesta al estímulo dado. Si, después de una
sucesión de experimentos, llegara a confirmar su hipótesis de trabajo y deseara
trascender las fronteras de la psicología fenomenista, intentaría elaborar
digamos, un modelo neurológico que explicara el nexo S-R en términos
fisiológicos. No es tarea fácil: el psicólogo tiene que inventar diversas
hipótesis acerca de otros tantos canales nerviosos posibles que conecten los
hechos observables extremos, S y R. Análogamente, los físicos atómicos imaginan
diversos mecanismos ocultos que conectan los fenómenos macroscópicos con su soporte
microscópico.
Pero
nuestro psicólogo no andará del todo a tientas: podrá probar si su conexión
concuerda con algunos de los esquemas pavlovianos de los reflejos, o con
cualquier otro mecanismo. Cada una de sus hipótesis —sea que consistan en suponer
que interviene un reflejo innato o condicionado— tendrá que especificar el
aparato receptor, el nervio aferente, la estación central, el nervio eferente,
el órgano receptor, etc. Más aún, sus varias hipótesis de trabajo tendrán que
ser compatibles con el saber más firmemente establecido (aunque no inamovible)
y tendrán que ser puestas a prueba mediante técnicas especiales (excitación o
destrucción de nervios, registro de impulsos nerviosos, etc.) Vale la pena
emprender esta difícil tarea: la eventual confirmación de una de las hipótesis
puestas a prueba no sólo explicará el nexo S-R dado, sino que también lo
ubicará en su contexto: además, apoyará la hipótesis misma de que tal nexo no
es accidental. Pues, aunque suene a paradoja, un enunciado fáctico es tanto más
fidedigno cuanto mejor está apoyado por consideraciones teóricas.
Es importante advertir, en efecto, que la experiencia dista de ser
el único juez de las teorías fácticas, o siquiera el último. Las teorías se
contrastan con los hechos y con otras teorías. Por ejemplo, una de las pruebas
de la generalización de una teoría dada es averiguar si la nueva teoría se
reduce a la vieja dentro de un cierto dominio, de modo tal que cubra por lo
menos el mismo grupo de hechos. Más aún, el grado de sustentación o apoyo de
las teorías no es idéntico a su grado de confirmación. Las teorías no se
constituyen ex nihilo, sino sobre ciertas bases: éstas las sostienen antes y
después de la prueba; la prueba misma, si tiene éxito, provee los apoyos
restantes de la teoría y fija su grado de confirmación. Aun así el grado de
confirmación de una teoría no basta para determinar la probabilidad de la
misma.
8. En
qué se apoya
una
hipótesis científica
Una
hipótesis de contenido fáctico no sólo es sostenida por la confirmación
empírica de cierto número de sus consecuencias particulares (por ej.
predicciones). Las hipótesis científicas están incorporadas en teorías o
tienden a incorporarse en ellas; y las teorías están relacionadas entre sí, constituyendo
la totalidad de ellas la cultura intelectual. Por esto, no debiera sorprender
que las hipótesis científicas tengan soportes no sólo científicos, sino también
extra-científicos: los primeros son empíricos y racionales, los últimos son
psicológicos y culturales. Expliquémonos.
Cuanto más
numerosos sean los hechos que confirman una hipótesis, cuanto mayor sea la
precisión con que ella reconstruye los hechos, y cuanto más vastos sean los
nuevos territorios que ayuda a explorar, tanto más firme será nuestra creencia
en ella, esto es, tanto mayor será la probabilidad que le asignemos. Esto es,
esquemáticamente dicho, lo que se entiende por el soporte empírico de las
hipótesis fácticas. Pero la experiencia disponible no puede ser considerada
como inapelable: en primer lugar, porque nuevas experiencias pueden mostrar la
necesidad de un remiendo: en segundo término, porque la experiencia científica
no es pura, sino interpretada, y toda
interpretación se hace en términos de teorías, motivo por el cual la primera
reacción de los científicos experimentados ante informaciones sobre hechos que
parecerían trastornar teorías establecidas, es de escepticismo.
Cuanto más
estrecho sea el acuerdo de la hipótesis en cuestión con el conocimiento
disponible de mismo orden, tanto más firme es nuestra creencia en ella;
semejante concordancia es particularmente valiosa cuando consiste en una
compatibilidad con enunciados de leyes. Esto es lo que hemos designado con el
nombre de soporte racional de las hipótesis fácticas. Este es, dicho sea de
paso, el motivo por el cual la mayoría de los científicos desconfían de los
informes acerca de la llamada percepción extransensorial, porque los llamados
fenómenos psi contradicen el
cuerpo de hipótesis psicológicas y fisiológicas bien establecidas. En resumen,
las teorías científicas deben adecuarse, sin duda, a los hechos, pero ningún
hecho aislado es aceptado en la comunidad de los hechos controlados
científicamente a menos que tenga cabida
en alguna parte del edificio teórico establecido. Desde luego, el soporte
racional no es garantía de verdad; si lo fuera, las teorías fácticas serían
invulnerabes a la experiencia. Los soportes empíricos y racionales de las
hipótesis fácticas son interdependientes.
En cuanto a
los soportes extracien-tíficos de las hipótesis científicas, uno de ellos es de
carácter psicológico: influye sobre nuestra elección de las suposiciones y
sobre el valor que le asignamos a su concordancia con los hechos. Por ejemplo,
los sentimientos estéticos que provocan la simplicidad y la unidad lógica
estimulan unas veces y otras obstaculizan la investigación sobre la validez de
las teorías. Esto es lo que hemos denominado el soporte psicológico de las
hipótesis fácticas; a menudo es oscuro, y no sólo está vinculado a características
personales, sino también sociales.
Lo que
hemos llamado soporte cultural de las hipótesis fácticas consiste en su
compatibilidad con alguna concepción del mundo, y en particular, con la Zeitgeist prevaleciente. Es obvio que tendemos a asignar
mayor peso a aquellas hipótesis que congenian con nuestro fondo cultural y, en
particular con nuestra visión del mundo, que aquellas hipótesis que lo
contradicen. La función dual del soporte cultural de las conjeturas científicas
se advierte con facilidad: por una parte, nos impulsa a poner atención en
ciertas clases de hipótesis y hasta interviene en la sugerencia de las mismas;
por otra parte, puede impedirnos apreciar otras posibilidades, por lo cual
puede constituir un factor de obstinación dogmática. La única manera de
minimizar este peligro es cobrar conciencia del hecho de que las hipótesis
científicas no crecen en un vacío cultural.
Los
soportes empíricos y racionales son objetivos, en el sentido de que en
principio son susceptibles de ser sopesados y controlados conforme a patrones
precisos y formulables. En cambio, los soportes extracientíficos son, en gran
medida, materia de preferencia individual, de grupo o de época; por
consiguiente, no debieran ser decisivos en la etapa de la comprobación, por
prominentes que sean en la etapa heurística. Es importante que los científicos
sean personas cultas, aunque sólo sea para que adviertan la fuerte presión que
ejercen los factores psicológicos y culturales sobre la formulación, elección,
investigación y credibilidad de las hipótesis fácticas. La presión, para bien o
para mal, es real y nos obliga a tomar partido por una u otra concepción del
mundo; Es mejor hacerlo conscientemente que inadvertidamente.
La
enumeración anterior de los tipos de soportes de las hipótesis científicas no
tenía otro propósito que mostrar que el método experimental no agota el proceso
que conduce a la aceptación de una suposición fáctica. Este hecho podría
invocarse en favor de la tesis de que la investigación científica es un arte.
9. La
ciencia: técnica y arte
La
investigación científica es legal, pero sus leyes —las reglas del método
científico— no son pocas, ni simples, ni infalibles, ni bien conocidas: son,
por el contrario numerosas, complejas, más o menos eficaces, y en parte
desconocidas. El arte de formular preguntas y de probar respuestas —esto es, el
método científico— es cualquier cosa menos un conjunto de recetas; y menos
técnica todavía es la teoría del método científico. La moraleja es inmediata:
desconfíese de toda descripción de la vida de la ciencia —y en primer lugar de
la presente— pero no se descuide ninguna. La investigación es una empresa
multilateral que requiere el más intenso ejercicio de cada una de las
facultades psíquicas, y que exige un concurso de circunstancias sociales
favorables; por este motivo, todo testimonio personal, perteneciente a
cualquier período, y por parcial que sea, puede echar alguna luz sobre algún
aspecto de la investigación.
A menudo se
sostiene que la medicina y otras ciencia aplicadas son artes antes que ciencias
en el sentido de que no pueden ser deducidas a la simple aplicación de un
conjunto de reglas que pueden formularse todas explícitamente y que pueden
elegirse sin que medie el juicio personal. Sin embargo, en este sentido la
física y la matemática también son artes: ¿quién conoce recetas hechas y
seguras para encontrar leyes de la naturaleza o para adivinar teoremas? Si
“arte” significa una feliz conjunción de experiencia, destreza, imaginación,
visión y habilidad para realizar inferencias del tipo no analítico, entonces no
sólo son artes la medicina, la pesquisa criminal, la estrategia militar, la
política y la publicidad, sino también toda otra disciplina. Por consiguiente,
no se trata de si un campo ado de la actividad humana es un arte, sino si,
además, es científico.
La ciencia
es ciertamente comunicable; si un cuerpo de conocimiento no es comunicable,
entonces por definición no es científico. Pero esto se refiere a los resultados
de la investigación antes que a las maneras en que éstos se obtienen; la
comunica-bilidad no implica que el método científico y las técnicas de las
diversas ciencias especiales puedan aprenderse en los libros: los
procedimientos de la investigación se dominan investigando, y los metacien-tíficos
debieran por ello practicarlos antes de emprender su análisis. No se sabe de
obra maestra alguna de la ciencia que haya sido engendrada por la aplicación
consciente y escrupulosa de las reglas conocidas del método científico; la
investigación científica es practicada en gran parte como un arte no tanto
porque carezca de reglas cuanto porque algunas de ellas se dan por sabidas, y
no tanto porque requiera una intuición innata cuanto porque exige una gran
variedad de disposiciones intelectuales. Como toda otra experiencia la
investigación puede ser comprendida por otros pero no es íntegramente
transferible; hay que pagar por ella el precio de un gran número de errores, y
por cierto que al contado. Por consiguiente, los escritos sobre el método
científico pueden iluminar el camino de la ciencia, pero no pueden exhibir toda
su riqueza, y sobre todo, no son un sustituto de la investigación misma, del
mismo modo que ninguna biblioteca sobre botánica puede reemplazar a la
contemplación de la naturaleza, aunque hace posible que la contemplación sea
más provechosa.
10.
La pauta de la investigación
científica
La variedad
de habilidades y de información que exige el tratamiento científico de los
problemas ayuda a explicar la extremada división del trabajo prevaleciente en
la ciencia contemporánea, en la que encuentra lugar toda capacidad natural y
toda habilidad adquirida. Es posible apreciar esta variedad exponiendo la pauta
general de la investigación científica. Creo que esa pauta —o sea, el método
científico— es, a grandes líneas, la siguiente:
1. PLANTEO DEL PROBLEMA
1.1. Reconocimiento de los hechos: examen del grupo de hechos clasificación
preliminar y selección de los que probablemente sean relevantes en algún
respecto.
1.2. Descubrimiento del problema:
hallazgo de la laguna o de la incoherencia en el cuerpo del saber.
1.3. Formulación del problema:
planteo de una pregunta que tiene probabilidad de ser la correcta;
esto es, reducción del problema a su núcleo significativo, probablemente
soluble y probablemente fructífero, con ayuda de conocimiento disponible.
2. CONSTRUCCION
DE UN MODELO TEORICO
2.1. Selección de los factores pertinentes: invención de suposiciones plausibles relativas
a las variables que probablemente son pertinentes.
2.2. Invención de las hipótesis centrales y de las suposiciones
auxiliares: propuesta de un conjunto
de suposiciones concernientes a los nexos entre las variables pertinentes; por
ej. formulación de enunciados de ley que se espera puedan amoldarse a los
hechos observados.
2.3. Traducción matemática:
cuando sea posible, traducción de las hipótesis, o de parte de
ellas, a alguno de los lenguajes matemáticos.
3. DEDUCCION DE CONSECUENCIAS PARTICULARES
3.1. Búsqueda de soportes racionales: deducción de consecuencias particulares
que pueden haber sido verificadas en el mismo campo o en campos contiguos.
3.2. Búsqueda de soportes empíricos: elaboración de predicciones (o retrodicciones)
sobre la base de modelo teórico y de datos empíricos, teniendo en vista
técnicas de verificación disponibles o concebibles.
4. PRUEBA DE LAS HIPOTESIS
4.1. Diseño de la prueba: planea-miento
de los medios para poner a prueba las predicciones; diseño de observaciones,
mediciones, experimentos y demás operaciones instrumentales.
4.2. Ejecución de la prueba:
realización de las operaciones y recolección de datos.
4.3. Elaboración de los datos:
clasificación, análisis, evaluación, reducción, etc., de los datos
empíricos.
4.4. Inferencia de la conclusión:
interpretación de los datos elaborados a la luz del modelo teórico.
5.
INTRODUCCION DE LAS
CONCLUSIONES
EN LA TEORIA
5.1. Comparación
de las conclusiones con las predicciones:
contraste de los resultados de la prueba con las consecuencias del
modelo teórico, precisando en qué medida éste puede considerarse confirmado o
disconfirmado (inferencia probable).
5.2. Reajuste
del modelo: eventual corrección o
aun reemplazo del modelo.
5.3. Sugerencias
acerca de trabajo ulterior: búsqueda
de lagunas o errores en la teoría y/o los procedimientos empíricos, si el
modelo ha sido disconfirmado; si ha sido confirmado, examen de posibles
extensiones y de posibles consecuencias en otros departamentos del saber.
11.
Extensibilidad del método
científico
Para
elaborar conocimiento fáctico no se conoce mejor camino que el de la ciencia.
El método de la ciencia no es, por cierto, seguro; pero es intrínsecamente
progresivo, porque es auto-correctivo: exige la continua comprobación de los
puntos de partida, y requiere que todo resultado sea considerado como fuente de
nuevas preguntas. Llamemos filosofía científica a la clase de concepciones filosóficas
que aceptan el método de la ciencia como la
manera que nos permite: a) plantear cuestiones fácticas “razonables”
(esto es, preguntas que son significativas, no triviales, y que probablemente
pueden se respondidas dentro de una teoría existente o concebible); y b) probar
respuestas probables en todos los campos especiales del conocimiento.
No debe
confundirse la filosofía científica con el cientificismo en cualquiera de sus dos versiones: el
enciclo-pedismo científico y el reduccionismo naturalista. El enciclopedismo
científico pretende que la única tarea de los filósofos es recoger los
resultados más generales de la ciencia, elaborando una imagen unificada de los
mismos, y preferiblemente formulándolos todos en un único lenguaje (por ej., el
de la física). En cambio, la filosofía, científica o no, analiza lo que se le
presente y, a partir de este material,construye teorías de segundo nivel, es
decir teorías de teorías; la filosofía será científica en la medida en que
elabore de manera racional los materiales previamente elaborados por la
ciencia. Así es como puede entenderse la extensión del método científico al
trabajo filosófico.
En cuanto
al cientificismo concebido como reduccionismo naturalista —y que a veces se
superpone con el enciclopedismo científico como ocurre con el fisicalismo—,
puede describírselo como una tentativa de resolver toda suerte de problemas con
ayuda de las técnicas creadas por las ciencias naturales, desdeñando las
cualidades específicas, irreductibles, de cada nivel de la realidad. El
cientificismo radical de esta especie sostendría, por ejemplo, que la sociedad
no es más que un sistema físico-químico (o, a lo sumo, biológico), de donde los
fenómenos sociales debieran estudiarse exclusivamente mediante la ayuda de metros,
relojes, balanzas y otros instrumentos de la misma clase. En cambio, la
filosofía científica favorece la elaboración de técnicas específicas en cada
campo, con la única condición de que estas técnicas cumplan las exigencias
esenciales del método científico en lo que respecta a las preguntas y a las
pruebas. De esta manera es como puede entenderse la extensión del método
científico a todos los campos especiales del conocimiento.
Pero
también debería emplearse el método de la ciencia en las ciencias aplicadas y,
en general, en toda empresa humana en que la razón haya de casarse con la
experiencia; vale decir, en todos los campos excepto en arte, religión y amor.
Una adquisición reciente del método científico es la investigación operativa (operations
research ), esto es, el conjunto de procedimientos mediante los cuales los
dirigentes de empresas pueden obtener un fundamento cuantitativo para tomar
decisiones, y los administradores pueden adquirir ideas para mejorar la
eficiencia de la organización.(10) Pero, desde luego la extensión del método
científico a las cosas humanas está aún en su infancia. Pídasele a un político
que pruebe sus afirmaciones, no recurriendo a citas y discursos, sino
confrontándolos con hechos certificables (tal como se recogen y elaboran, por
ejemplo, con ayuda de las técnicas estadísticas). Si es honesto, cosa que puede
suceder, o bien: a) admitirá que no entiende la pregunta, o b) concederá que
todas sus creencias son, en el mejor de los casos, enunciados probables, ya que
sólo pueden ser probados imperfectamente, o c) llegará a la conclusión de que
muchas de sus hipótesis favoritas (principios, máximas, consignas) tienen
necesidad urgente de reparación. En este último caso puede terminar por admitir
que una de las virtudes del método de la ciencia es que facilita la regulación
o readaptación de las ideas generales que guían (o justifican) nuestra conducta
consciente, de manera tal que ésa pueda corregirse con el fin de mejorar los
resultados.
Desgraciadamente, la cientifización de la política la haría más
eficaz, pero no necesariamente mejor, porque el método puede dar la forma y no
el contenido; y el contenido de la política está determinado por intereses que
no son primordialmente culturales o éticos, sino materiales. Por esto, una
política científica puede dirigirse a favor o en contra de cualquier grupo
social: los objetivos de la estrategia política, así como los de la
investigación científica aplicada, no son fijados por patrones científicos,
sino por intereses sociales. Esto muestra a la vez el alcance y los límites del
método científico: por una parte, puede producir saber eficiencia y poder; por
la otra, este saber esta eficiencia y este poder pueden usarse para bien o para
mal, para libertar o para esclavizar.
12.
El método científico:
¿un
dogma más?
¿Es
dogmático favorecer la extensión del método científico a todos los campos del
pensamiento y de la acción consciente? Planteamos la cuestión en términos de
conducta. El dogmático vuelve sempiternamente a sus escrituras, sagradas o
profanas, en búsqueda de la verdad; la realidad le quemaría los papeles en los
que imagina que está enterrada la verdad: por esto elude el contacto con los
hechos. En cambio, para el partidario de la filosofía científica todo es
problemático: todo conocimiento fáctico es falible (pero perfectible), y aun
las estructuras formales pueden reagruparse de maneas más económicas y
racionales; más aún, el propio método de la ciencia será considerado por él
como perfectible, como lo muestra la reciente incorporación de conceptos y
técnicas estadísticas. Por consiguiente, el partidario del método científico no
se apegará obstinadamente al saber, ni siquiera a los medios consagrados para
adquirir conocimiento, sino que adoptará una actitud investigadora; se
esforzará por aumentar y renovar sus contactos con los hechos y el almacén de
las ideas mediante las cuales los hechos pueden entenderse, controlarse y a
veces reproducirse.
No se
conoce otro remedio eficaz contra la fosilización del dogma —religioso,
político, filosófico o científico— que el método científico, porque es el único
procedimiento que no pretende dar resultados definitivos. El creyente busca la
paz en la aquiescencia; el investigador, en cambio, no encuentra paz fuera de
la investigación y la disensión: está en continuo conflicto consigo mismo,
puesto que la exigencia de buscar conocimiento verificable implica un continuo
inventar, probar y criticar hipótesis. Afirmar y asentir es más fácil que
probar y disentir; por esto hay más creyentes que sabios, y por esto, aunque el
método científico es opuesto al dogma, ningún científico y ningún filósofo
científico debieran tener la plena seguridad de que han evitado todo dogma.
De acuerdo
con la filosofía científica, el peso de los enunciados —y por consiguiente su
credibilidad y su eventual eficacia práctica— depende de su grado de
sustentación y de confirmación. Si, como estimaba Demócrito, una sola
demostración vale más que el reino de los persas, puede calcularse el valor del
método científico en los tiempos modernos. Quienes lo ignoran íntegramente no
pueden llamarse modernos; y quienes lo desdeñan se exponen a no ser veraces ni
eficaces.
Notas
(1) G. Bocaccio Vita di Dante, en II comento alla Divina Commedia e gli
altri scriti intorno a Dante (Bari,
Laterza 1918), I, p. 37. Subrayado mío.
(2) D. Hume, A treastise of Human Nature (London Everyman, 1911) I, p. 105. Subrayado
mío.
(3) Aristóteles, analíticos Posteriores, libro II, cap. XIX 110 b.
(4) W. James, Pragmatism, (New York, Meridian Books, 1935), p. 134.
(5) P. W. Bridgam, Reflections of a Psysicist (N. York,
Philosophical library, 1955), p. 83.
(6) C. Huyghens Traité de la lumière (París, Gauthier-Villars 1920), p. 5.
(7) J. C. Maxwell, A treatise of Electricity and
Magnetism, 3º ed. (Oxford,
University Press 1937), II, pp. 434 y ss.
(8) Véase, por ej. S. F. Mason, A History of the
Sciences (London Routledge & Kegan Paul, 1953). p. 386
(9) D. Bohm, “A proposed Explanation of Quantum Theory
in Terms of Hidden Variables at a Sub Quantum Mechanica Leve”, en Colston
Papers (Londn, Butterworths
Scientific Publications 1957) IX, p. 33.
(10) Véase P. M.
Morse y G. E. Kimball, Methods of Operations Research, ed. rev. (Cambridge,
Mass., The Technology Press of Massachussets Institute of Technology; N. York,
John Wiley & Sons, 1951).